El poder del tiempo / Jaime Guevara Sánchez
Cuando una está en la etapa de las primaveras iniciales de la adolescencia, quisiera que el tiempo vuele para que las chicas contemplen un joven completo. Pero el tiempo no pasa, “ni matame”, demora una eternidad, como dice nuestro pueblo. Igual experiencia ocurre en el ciclo universitario. Y aunque ya andábamos por los veinte abriles, pedimos al Gran Jefe que los años pasen en un abrir y cerrar de ojos. Por supuesto que el tiempo sigue su curso. Nada ni nadie puede modificar su ritmo.
Casi sin darnos cuenta, un día llega la hora de los años otoñales de la vida, entonces sí, el tiempo vuela. Los viejos hacemos todo lo imposible por frenar su endiablada urgencia. Todo en vano.
El factor que inquieta al hombre de hoy es el tiempo: “Este mes voy hacer esto y aquello” Pero sucede que el mes ya no tiene la duración que tenía el mes nuestros abuelos. O, por lo menos es la sensación humana del mundo moderno. Hay que volver a empezar o continuar desde el punto donde este año nos quedamos atorados. Es el ineludible camino establecido por los humanos, vaya usted a saber con quién.
El ser humano se inclina a conjeturar ampliamente sobre la realidad. Ya no hay héroes, las dimensiones heroicas del hombre han desaparecido. El héroe ya no existe porque a través de los siglos sus bases metafísicas han colapsado.
Dice Nietzsche: “Desde Copérnico, el hombre ha venido oscilando del centro al punto X”. A lo largo de cuatrocientos años de expansión del conocimiento y el incremento de la conciencia propia, el hombre ha visto mermar constantemente el sentido de su yo, su valor, de su destino. Algo similar a lo ocurrido en la física Einsteiniana: “Cuando la materia se torna en energía, su masa se reduce”; mientras más aprendió el hombre, más limitado se tornó. O más consciente de sus propias flaquezas.
Después de haber pasado una eternidad acurrucado bajo el ala del Gran Jefe, de repente el hombre se encontró descastado, condenado a defenderse por sí mismo –con frío, solitario- en un universo que parecía no simplemente desatento sino totalmente ajeno a su existencia.
Frente a un mundo cada día más completo, conviene poner los pies sobre la tierra, tratar de hacer de la verdad el camino de vida, y darle al tajo como condenados a morir tajando, mientras queda vida en el cuerpo.
Dicen que a nuestros bisabuelos les sobraban el tiempo. Los marchantes comunes de hoy, solo podemos dar rienda suelta a la imaginación para conjeturar “ese tiempo” casi inconmensurable en manos de aquellos viejos queridos, cuyo amor infinito y fidelidad sin límite los faculto procrear una docena de vástagos al hilo sin ¡despeinarse! (O)