Fiesta de la Santísima Trinidad / P. Hugo Cisneros
A partir de la revelación que nos hiciera Cristo Jesús, el mundo de sus seguidores, que somos nosotros, profesamos nuestra fe en Dios Uno y Trinitario. Las divergencias teológicas sobre este misterio han sido superadas. Hoy, podemos afirmar que existe una aceptación de fe, serena, tranquila y convincente del misterio de nuestro Dios cristiano. Hoy, no sólo creemos, sino que nos esforzamos en conocer la riqueza que dicho misterio encierra procurando vivir no un «sentimiento», más o menos conmovedor, ni una proyección psicológica necesaria o un opio para nuestras situaciones existenciales límites, sino una convic¬ción de la presencia de la divinidad en nuestra vida, en nuestras luchas por el bien de los demás, en nuestro compromiso con el hombre caído, necesitado. La mejor prueba de que Dios existe somos nosotros mis¬mos: «Yo vivo, luego Dios existe» porque nunca, usando una figura, tendrá vida un riachuelo si no existe la fuente de donde nace.
«La muerte de Dios» es la prueba de su existencia
Nosotros no podemos ser ingenuos y desconocer una realidad: la ausencia de Dios de la vida de la mayoría de los hombres y del mundo. Hoy vivimos como si la única realidad fuera el hombre, el mundo material, el horizonte sólo humano. Hace un siglo, más o menos, Nietzsche, representando al pensamiento de ayer y que puede muy bien ser el de hoy, proclamó, poniendo en boca de un loco, que Dios había muerto, o mejor: «Que a Dios lo habían asesinado los hombres y el hedor de su cadáver molestaba a la tercera parte de la humanidad…».
En esto todos debemos sentirnos culpables de esta muerte: Dios ha muerto para los cultores de la filosofía; Dios ha muerto para los encargados de planificar el mundo, su economía, su política. Mientras que aquellos que profesamos la fe en la existencia de Dios y nos esforzamos en practicarla, pasamos por locos, por desubicados en la sociedad, por ingenuos, tontos y anticuados. Aquellos que decimos aceptar a Dios en la vida somos considerados como portadores de los gérmenes pestilentes de dicha muerte que daña, molesta, perturba a la tercera parte de la humanidad.
Pero, ¿cómo es posible matar a alguien que decimos que no existe? ¿Cómo es posible que nos hayamos olvidado de «enterrarlo» y sufrimos y soportamos estoicamente el hedor de ese cadáver divi¬no? ¿Cómo es posible hacer una afirmación tan categórica cuando todavía lo sentimos presente, cuando sus pasos se han convertido en nuestra sombra que pisan nuestros talones y cuando su voz sigue siendo exigente a través de múltiples medios?
¿ Cómo es posible afirmar la muerte de Dios cuando existen hom¬bres y mujeres empeñados en llevar el «mensaje de ese cadáver divi¬no» que es vida y están decididos hasta dar su vida por «ese muerto» que dinamiza la historia y la existencia de todos nosotros?
Dios, ¿quién eres?
En esta solemnidad, cabe preguntarnos: Dios, ¿quién eres? Estoy convencido de que el camino mejor para conocer a Dios es el hom-bre, pues es hechura de Él, a su imagen y semejanza. Siempre he di¬cho: «Dime qué Dios adoras y te diré qué hombre eres», u mejor:
«Dime qué hombre eres y te diré qué Dios adoras». Viendo al hom¬bre, analizando lo que él es iremos descubriendo quién es nuestro Dios a quien celebramos hoy día.
Nosotros somos personas, por eso pensamos, amamos, sentimos y tenemos voluntad. Dios es persona con la diferencia de que todos los elementos constitutivos de nuestra persona los posee a plenitud, sin sombra de limitación o imperfección. Dios es persona desbordante de poder, de grandeza (lª. Lect.). Dios es persona desbordante de amor paterno y de vida (2ª. Lect.).
Nosotros, como hombres, hemos sido hechos para vivir en comu¬nidad. No se concibe a un hombre solo. Todas nuestras acciones y empresas son fruto de una vivencia de comunidad, es por eso que des¬cubrimos a Dios como comunidad de personas con su identidad propia de Padre, Hijo y Espíritu. Dios es, por tanto, comunidad de personas que en única divinidad, comparten y comulgan sus sentimientos, sus bienes; su vida, su riqueza interior de personas distintas e iguales.
Al contemplar al hombre descubro que una de sus características es la facultad de dialogar que él tiene. Dialoga con sus semejantes, con la naturaleza, con el mismo Dios. Nuestro Dios es substancial¬mente diálogo constante y permanente. Él busca al hombre para dia- . logar con él. Gusta dialogar con los hijos de los hombres, corno dice
la Escritura, por eso se entiende cómo el amor del Padre envía a su Hijo y le hace palabra de salvación y es el Espíritu Santo el enviado a confirmar dicha Palabra y su veracidad que es fruto del diálogo entre Dios y el hombre.
Creo, pero aumenta mi fe
Nosotros profesamos públicamente nuestra fe en Dios. Procure¬mos presentar a nuestros semejantes una imagen fiel y verdadera del Dios en quien creemos de tal manera que los demás no descubran a un cadáver cuyo hedor molesta, sino a un Dios vivo que transforma, que construye al hombre y lo completa. (O)
Lecturas dominicales