Cuando uno pierde su condición de niño (I) / P. Hugo Cisneros
En estos días estamos celebrando unas jornadas del Niño. Vino a mi mente una frase que, algún día escuche de un maestro de formación humana, decía con acento lleno de experiencia: «Cuando uno pierde la condición de niño, deja de ser hombre». Es una frase que encierra profundas verdades sobre el hombre, sobre su vida, sobre su reaflzación.
Definitivamente resulta que el «ser niño» no es un estado cronológico pasajero, más o menos feliz. El ser niño se constituye en un estado del espíritu que permanece, identifica, que marca para siempre.
Resulta también, de dicha frase, que es una condición indispensable, para que seamos realmente hombres, el que mantengamos nuestro estado de niño.
Leyendo el Evangelio descubro que realmente el ser niño es una dimensión única, indispensable, necesaria para la realización plena del hombre.
Todo hombre encierra dentro de sí la esperaza de su plena realización.
Todo hombre se sentirá feliz cuando vea que sus dimensiones intelectuales, afectivas, motoras, todo su ser llegue a la realización plena, a la satisfacción y goce de lo que uno es y de lo que uno puede realizar. Cristo nos recuerda que para llegar a esa felicidad, a esa realización, no podemos apartamos del estado de niño que todos poseemos; «de los niños y de aquellos que se les asemejan es el Reino de los cielos».
Muy claramente, se nos recuerda que de los niños, de aquellos que mantienen su edad cronológica y de los que se les asemejan, es decir, de aquellos que mantienen una niñez espiritual, es el reino de la dicha, de la realización. El asunto es grave porque de él depende, dentro de nuestra fe, nuestra salvación. Cuando hablamos de este estado de niño descubrimos que no se trata de una condición para alcanzar, sino que es un requisito para poseer ya el reino de la dicha.
Tal es la grandeza de los niños, que en ellos está reflejada la aspiración de todo ser humano, ser grande. Ellos son grandes por su pureza, ellos son grandes por su autenticidad, por su sencillez; ellos son grandes por su alegría, por la sanidad de su corazón que les impulsa a querer bien a todos; ellos son grandes por su capacidad de acercamiento a todos, ellos no tienen enemigos, para ellos no hay animales raros, ni feroces, para ellos todos son sus amigos con los que puede dialogar, jugar y hasta dormir.
Tal es la grandeza de los niños que Cristo los defiende y, con mucha dureza, previene a aquellos que dañan a los niños con su mal ejemplo; «Ay de vosotros si escandalizáis a los niños, más vale que os coloquen una piedra de moler en el cuello y os echen al mar». «Ay del mundo por sus escándalos». Hoy existe una lucha abierta entre el escándalo del mundo y la grandeza del alma de los niños y de aquellos que son semejantes a ellos.
Pero hay algo más que es propio de los niños y del estado de niño, que todos ellos saben perdonar y olvidar con facilidad, que a los ojos de los adultos resulta incomprensible.
Ellos son sabios porque viven, porque disfrutan, porque saben sin sufrir, pensar en el futuro y en el mañana. Ellos son sabios porque no se quedan en la superficialidad de las cosas y de los acontecimientos, sino que aprecian lo que vale, lo que es sentimiento, lo que es amor.
La sabiduría de los niños les impulsa a descubrir el verdadero sentido de la vida, del amor, de la felicidad. Son sabios porque no tienen palabras para explicar, sino actitudes para vivir.
«Te bendigo Padre porque estas cosas sencillas y buenas has ocultado, a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños y a los niños».
En estos días dedicados a los Niños, que renovemos nuestra fe en que el hombre deja de ser hombre cuando pierde su condición de niño. (O)