La estación de Urbina / Esteban Torres Cobo
Con ejemplos relativamente pequeños se puede comprobar que el Estado todólogo no es saludable ni efectivo. En un paseo a caballo que realizamos en familia hace algunos años desde Santa Rosa hasta Urbina, nos detuvimos a descansar en la vieja estación de tren para comer algo y para que los equinos retomen fuerzas y regresen a la finca.
En ese entonces, la bella casona que yace al lado de las rieles estaba abierta al público, con turistas de todos lados, café, chimenea y empanadas calientes. Con posada para los viajeros y conversación para los curiosos. Estaba administrada por ciudadanos privados que desconozco si pagaban algún valor económico al Estado por ello o si simplemente se retribuían de lo que obtenían. Desconozco también si eran dueños. Lo cierto es que el lugar vivía y permanecía abierto.
He vuelto a los años a visitarla. Llegué a las 14:30 de un sábado en un feriado y la casona estaba cerrada. Ya no abre toda la semana sino únicamente algunas horas en la mañana de los sábados y domingos. A veces ni siquiera abre. El tren pasa, pero la estación ya no es un punto abierto para turistas.
¿Qué pasó? En la época dorada de los ingresos petroleros y del hambre por llenar y copar todos los espacios posibles, el Estado asumió el control total de los ferrocarriles del Ecuador y, aparentemente, de todas las estaciones que hasta ese entonces existían.
Es cierto que lo potenció e invirtió grandes sumas de dinero en su recuperación y habilitación -creo que con buenas intensiones- pero hoy, ya sin dinero en las arcas públicas, la realidad es tenue. Esa estación le cuesta al Estado el salario de dos guardias de más de mil dólares más los servicios básicos. La situación es similar en una treintena de estaciones más. ¿Por qué tuvo que asumir todo y no coexistir con los privados? (O)