La quinina y los intereses transnacionales. / Pedro Reino

Columnistas, Opinión


La quinina, quina-quina  o cascarilla fue utilizada como medicamento desde la época precolombina. Sus aguas de corteza fueron reconocidas como antisépticas, astringentes y febrífugas (contra microbios, que evita comprensiones, y contra las fiebres, sobre todo la llamada malaria o fiebre amarilla). Los primeros en usar agua tónica embotellada con quinina fueron los soldados británicos en su campaña contra la India.

Leo ahora un artículo raro recopilado en  un encuadernado miscelánico adquirido y vendido por recicladores. El referido artículo es una conferencia escrita por el agrónomo Miguel Aspiazu Carbo, preparado “para dictarse en la Universidad Central de Quito, el 9 de noviembre de 1934” su título Organización Agrícola en el Ecuador. Anecdóticamente, al ser reabierta después de una clausura.

Al hablar de la quinina argumenta: “Inglaterra envía a América, misiones que recorren las selvas del Ecuador, Perú y Bolivia, como la de Sir Clement Markham, que van recogiendo cuidadosamente semillas de las diferentes clases y variedades de árboles de quina, y, a pesar de todas las prohibiciones aparatosas, y no efectivas, dictadas por todos nuestros incipientes gobiernos, esas semillas transponen nuestras aduanas y fructifican, – a través de los tiempos – en una nueva industria de la quinina en la India y en Ceylán, pero que, por supremacía científica y cultural, llega prontamente a ser arrebatada por Holanda, culminando en la situación floreciente en que hoy se encuentra en las islas Neerladesas, especialmente, en Java y Sumatra, que conjuntamente controlan el 80% de la producción mundial de la quinina. Los métodos de industrialización científica que se emplearon, hicieron que el costo de producción de este artículo en esas regiones y la calidad misma de ellos lo pusieran en condiciones tan superiores a la competencia internacional, que rápidamente en la América Latina, declinaron las exportaciones de nuestro producto expontáneo, y comercialmente perdimos  ese importante renglón de riqueza.” (p. 336)

Después de 86 años (ahora 2020) ¿Qué ideas ha desarrollado la Universidad Central que escuchó esta conferencia? Fue cosa de lamentarse y decir “¿nos fueron robando las semillas, y se acabó?” ¿Para qué sirve una conferencia universitaria? No pensemos solamente en lo rentable de la industria, sino en la utilidad de un producto, que según muchas lecturas, nos ayuda a controlar el cáncer, es un depurativo de toxinas, y tiene bondades para el aparato digestivo.

Y digo simbólicamente, qué ha hecho la U. Central, porque nuestras universidades en general, que tanto invierten en investigación y se publicitan en los periódicos, ¿por qué no nos alientan con lo nuestro y dejan de depender de los negocios transnacionales, a pesar de que disponemos de los recursos naturales? ¿No nos merecemos medicina científicamente nuestra? Culpamos solamente a los políticos de ser vendepatrias. ¿Y nuestros científicos no caen en lo mismo?  ¿Se han formado para venderse a los empresarios, o solo son tecnologados para servir  a los negociantes donde más les pagan? Si no quieren reconocer que hay países con conciencia social y patriótica que disponen de su propia ciencia, es hora de que sacudan sus telarañas mentales para ser dignos de una identidad solidaria. (O)

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