El orden de Cicerón / Luis Fernando Torres
El célebre jurista, político y orador romano, Marco Tulio Cicerón, dijo, después de observar la anarquía que se había apoderado de Grecia, que el orden existe cuando “el pueblo obedece a la autoridad y ésta a la ley”.
Esa frase es la lápida de cualquier dictadura. Con la ley en el vértice de la pirámide mando, no es la voluntad personal de la autoridad a la que obedecen los ciudadanos, a diferencia de lo que ocurre cuando no existe ley o ésta simplemente es una de las tantas decoraciones de los estados. En estos casos se impone la voluntad del dictador.
En las sociedades actuales resulta difícil que el orden prevalezca en todas las circunstancias, a pesar que las autoridades invoquen las leyes y las obedezcan. Importantes grupos humanos simplemente no quieren someterse a la autoridad ni a la ley, prolongando la realidad de tantas familias y organizaciones sociales de las que ha desaparecido el principio de autoridad.
Cuando los griegos comenzaron a desarrollar las prácticas democráticas, unos cinco siglos antes de la era cristiana, acordaron que al gobernante de turno se le podía dejar en el cargo casi de por vida, siempre que no estuviera solo sino rodeado y controlado por miembros de asambleas. Por la tendencia humana a acumular poder no fue fácil impedir que esa forma de gobierno degenerara en autoritarismo. A Solón, el más famoso legislador griego, le pidieron que ocupara el cargo de gobernante hasta su muerte. Luego de haberlo ejercicio por 22 años, les dijo que prefería retirarse a aprender, a sus 70 años, porque si se quedaba jamás podría salir de ese puesto con vida.
Actualmente, ni el cumplimiento de las condiciones enunciadas por Cicerón, en esa histórica frase, asegura el orden en la sociedad. La humanidad, al menos en Occidente, ha llegado a un punto en que los pilares de la estructura política se han debilitado tanto que las instituciones más emblemáticas son fácilmente puestas en grave riesgo. Sucedió en el Congreso de Estados Unidos con la reciente ocupación de sus salones por grupos que desbordaron los controles.
En nuestro país, el desequilibrio institucional es, a veces, provocado desde adentro. En no pocas ocasiones, la Defensoría del Pueblo ha sido el detonante. Durante esta semana, con invocaciones genéricas a la salud, ha bloqueado la oportuna resolución gubernamental que se reabran las clases presenciales en algunos establecimientos educativos rurales. Para los padres campesinos que no tienen acceso a internet de primer nivel ni pueden sustituir a los profesores en la guía académica de sus hijos, las posiciones encontradas del Ministerio de Educación y de la Defensoría son la manifestación del desorden institucional y del consiguiente perjuicio a sus vidas. (O)