La soledad del poder / Fabricio Dávila Espinoza
El poder encierra aspectos que lo vuelven aparentemente fácil de entender y difícil de explicar. La soledad supone ausencia física, pero cuando se habla de aquella que está junto a la autoridad, sobran contradicciones. Los gobernantes gozan de tanta compañía, que buscan espacios de retiro, alejados del ruido del trabajo, para encontrar equilibrio emocional.
La ciencia política entiende el poder de dos formas. Para Karl Marx (1818-1883) o Thomas Hobbes (1588-1679), se trata de un recurso disponible, una herramienta útil o algo poseído y usado para conseguir objetivos planteados previamente. La otra perspectiva, descrita por autores como Robert Dahl (1914-2015) o Tocqueville (1805-1859), representa el poder, no como un instrumento, sino como el resultado de una relación. En este caso, no podría ser algo poseído con anticipación, sino la consecuencia de contar con una posición privilegiada, en medio de relaciones que derivan en el dominio de unas personas sobre otras. En este sentido, adquiere relevancia la ubicación que provoca la superioridad y sumisión de los sujetos implicados.
Estas dos teorías, en la práctica, están relacionadas. Externamente, es posible mirar como una persona está sobre a otra y para que esta situación se produzca, debe existir primero un entramado de relaciones, facilitando su concreción.
En medio de este juego, se experimenta la soledad del poder, es decir, el conflicto que precede a la toma de decisiones, en especial, de aquellas cuyos efectos terminarán acertando golpes a la sociedad. Los que ostenta la autoridad pública saben que, para bien o para mal, son los responsables de sus decisiones. Aunque tengan consultores, asesores, amigos o familiares a los que pueden escuchar, al final del día, solamente ellos y su conciencia, soportan el peso de las medidas adoptadas.
A todo gobernante le agrada la popularidad. Esto es natural en los seres humanos. Pero, con el ego enaltecido no se puede tomar decisiones trascendentales, que terminarán afectando a miles o millones de ciudadanos. Las autoridades elegidas democráticamente, para llevar a término sus ofrecimientos, deben sacrificar el aplauso y dar prioridad a la gobernanza. Esto significa dejar un lado la tarima, el balcón o las concentraciones masivas y sentarse en la mesa trabajo. Todo esto, en el marco de acciones basadas en la interrelación equilibrada del Estado, la sociedad civil, los actores políticos y los sectores productivos para lograr un desarrollo económico, social e institucional estable. Esto es lo que se espera de un estadista que prometió transformar al Ecuador en el país del encuentro. (O)