Morada con pan / Guillermo Tapia Nicola
Los sabores de la familia recogidos en cada gramo de harina negra, en cada hoja de arrayán, en todas las frutas maceradas, en la pimienta dulce, en la hierba luisa, en el cedrón, la naranjilla, la piña, la mora, las otras hierbas, nos retrotraen al hogar, a la dulce, plácida y querida casa grande, a la casa de todos, al amasijo tempranero, a las guaguas de pan, a los mestizos de queso y dulce, a las figuras de animales y a las novedosas y espontáneas imitaciones de «algo» parecido a un manjar de masa que, tiznado y a veces ennegrecido por el exceso de calor, sigue siendo nuestra primera referencia de arte manual con ese sabor tan compartido y añorado.
No sé cómo fue la niñez de muchos de los que ahora todavía disfrutan de esa magia de la colada morada, ni tampoco puedo estar seguro de sí vivieron experiencias similares a la mía o a la de otros chicos que como yo, creyeron y crecieron en una ciudad pequeña y amable, refugiada y feliz, conocida y compartida en cada cuadra, en cada barrio y en cada esquina, con casitas bajas de puertas y ventanas abiertas como el alma misma de sus habitantes cuando dan la bienvenida a los visitantes.
Pero si de algo estoy seguro es de que quienes sí tuvieron una suerte parecida a la que describo, guardan en la memoria un bagaje de recuerdos y aromas imborrables. De aquellos que se saborean a distancia, de aquellos que afloran con la simple evocación, de aquellos que se nutren con una sola mirada de nostalgia y de alegría, porque simultáneamente nos hacen llorar y reír.
Se trataba de todo un rito para el que habríamos de estar preparados: La leña recogida, cortada y bajo cubierta para que estando seca, prenda y no humee. La vela de cebo y los cerillos. La escobilla de rastrojo y las ramas de eucalipto listas para limpiar la primera ceniza, aromar el ambiente y acomodar las brasas de fuego en los costados. La vara larga de madera, especialmente diseñada para levantar las latas y moverlas hacia el sitio correcto. Las mesas dispuestas para el amasijo, los recipientes llenos de harina, huevos, manteca, raspadura y queso, las bateas para recoger el pan caliente, los manteles para cubrir la masa mientras leuda y proteger la consistencia y aroma en tanto reposan y se enfrían los panes ya horneados. La puerta de madera para cubrir la hoquedad que facilita el acceso al pequeño horno casero, los rostros cansados, la sonrisa y mirada expectante en la primera lata, son todo un simbolismo familiar cargado de amor y nostalgia.
La ansiedad del intento primario junto a la sobriedad de la experiencia materna, bajo la atenta mirada de la abuela, de los padres, los tíos y los primos. La casa llena. El pan calentito, humeante, delicioso, la colada morada lista, exquisita. El viaje al cementerio. La visita a los ancestros que ya partieron y la necesidad de limpiar las lápidas, pintar las tumbas, lijar la cruz de piedra, acomodar las plantas y colocar las flores. Eran y siguen siendo elementos movilizadores del afecto y del respeto. Diría que fueron y son una sana e inveterada costumbre vinculada al amor, al terruño y a la soledad.
Compartir costumbres ancestrales e identificar el sincronismo perfecto, las coincidencias atemporales y la ilusión del recuerdo, configuran una necesidad de ser y trascender. Es evidenciar la dualidad de la vida frente a la muerte.
Y en este ambiente cargado de estereotipos narrativos … ¡Hablar en familia – de la familia, es vivirla y conjugarla en todos los tiempos!. y… ¡hacerlo con una colada morada y guaguas de pan, es proyectar su existencia más allá de la fragilidad de la vida!.
Extasiado revivo instantes, vuelvo a las viejas calles del recuerdo y me duelo en el silbido del viento que anuncia movimiento, aroma y silencio, en tanto degusto una «morada con pan». (O)