Hablando en oro / Jaime Guevara Sánchez
De tiempo e tiempo surge a las palestra publica el tema del oro. Llueven las opiniones de los sabios en la materia. Los ingenuos, como el suscrito, también meternos candorosa cuchara sobre el asunto. El oro es una reliquia bárbara que sigue tenazmente agarrada en el corazón de los hombres. Cuando el oro tiene influencia sobre las emociones se impone la lógica.
Intentemos un caso forzado. Aparte del atractivo estético, el oro carece de valor intrínseco. Imaginemos un hombre que sobrevive en una isla desierta. Un día, tropieza con trozos de oro regados a lo largo de orilla del mar. A ojo de buen cubero calcula que debe haber unos cuatrocientos kilos. ¿Qué puede hacer? Absolutamente nada. Es un hombre muy rico dueño de una riqueza inútil…
El hombre se encomienda al Gran Jefe pidiéndole que un barco tropiece con la isla y le salve la vida, algún día.
Benjamín Disraeli dijo en la Cámara de los Comunes: “El oro ha destruido la integridad de más hombres que el amor. Por más de seis mil años, los hombres han luchado, muerto, estafado y se han esclavizado por él.”
Las civilizaciones del antiguo Egipto y de Romas se nutrían del oro arrancado de las minas por esclavos que laboraban en condiciones de sufrimientos increíbles. “No hay piedad ni descanso alguno para el enfermo o mutilado, para el anciano o la mujer débil”; escribió el historiador Diodoro en el siglo I.
“Conseguid oro –ordenó l rey Frenando II de España a sus hombres que se hallaban en América del Sur, en 1511, con humanidad si podéis, pero por todos los medios posibles.”
La importancia que los gobiernos otorgan al oro como bastión esencial de la riqueza de un país, es más que igualada por la gente corriente del mundo entero, que mira el oro como ancla de salvación contra las devaluaciones y los riesgos de conflictos.
Para los mortales comunes, la fuerza del oro es exagerada. Nadie podría jamás conseguir un destructor más absurdo de los recursos humanos que cavar incansablemente en busca de oro en los rincones más alejados de la tierra, con el único propósito de transportarlo a miles y miles de kilómetros, y volverlo a enterrar en otras fosas profundas especialmente cavadas para recibir el oro y guardarlo celosamente… como ocurre en el tenebroso subsuelo de Fort Knox, desde tiempos perdidos en la memoria. (O)