Creencia medicinal de las piedras preciosas / Pedro Reino Garcés
Todos sabemos que hasta los mismos médicos mueren a causa de los remedios. La lectura de temas relacionados con la evolución de la medicina puede ser vista como “luchar contra los desórdenes del mundo”. Hasta ahora en nuestro imaginario, las enfermedades son vistas como “castigo divino” o por lo menos como expiación de culpas. No había que buscar médicos sino “intermediarios” con la divinidad o con las fuerzas de la naturaleza. No en vano la colonia trajo a exorcizadores que sabían cómo expulsar los males y los demonios de un cuerpo; así como lo hacían brujos y shamanes en nuestras culturas nativas. Una relación de estas prácticas surge de un imaginario que vino en las creencias y prácticas de los conquistadores. Muchas innovaciones, al parecer las desarrollaban los franceses, antes que los españoles. Veamos cómo eran estas creencias en las épocas en que se iniciaba nuestra vida colonial:
“En 1638, Juan de Serres había traducido aquellas famosas Obras farmacéuticas de Juan de Renou en que se dice que “el autor de la naturaleza ha infundido divinamente a cada una de las piedras preciosas alguna virtud particular y admirable que obliga a los reyes y a los príncipes a tachonar con ellas su corona…para servirse de ellas garantizándose así de los encantamientos, para curar varias enfermedades y conservar su salud”. Nótese que no se está hablando del oro como soporte, sino de la pedrería. En el fondo, también se está dando a la salud el valor simbólico más fuerte que el poder, al que se lo justifica subliminalmente.
El lapislázuli, de color azul inconfundible, por ejemplo, “llevado, no solo fortifica la vista, sino que también mantiene alegre el corazón; estando lavado, prepara y purga el humor melancólico sin ningún peligro”. El problema en estos tiempos, sobre todo en Europa, era la locura que afectaba a miembros de una sociedad dedicada a la obsesiva contemplación. La melancolía barata sigue afectando a los poetas que, desde aquellos tiempos se martirizaban invocando el sufrimiento y la muerte, puesto que seguían las conductas de los mártires y los místicos que proliferaron para gloria del cristianismo. No olvide, estimado lector, que este enfoque es histórico.
“De todas las piedras, la esmeralda, de un verde apasionante, es la que contiene los poderes más numerosos y también los más ambivalentes; su virtud mayor es velar sobre la sabiduría y la virtud mismas; según Juan de Renou, puede no solo “preservar del mal caduco a todos los que la portan en el dedo, montada en oro, sino también fortificar la memoria y resistir a los efectos de la concupiscencia. Pues se cuenta que estando un rey de Hungría en empresas amorosas con su mujer, sintió que una bella esmeralda que llevaba en el dedo se rompía en tres piezas ante su conflicto: tanto así le gusta a esta piedra la castidad”… Si es una piedra que ahuyenta al pecador de sus pasiones. Es la piedra de la represión sexual y aplacadora de los instintos, según el pensamiento europeo, pero en las culturas americanas de América del Sur, aparece en las diosas de la fecundidad. Es decir, que la paradoja simbólica está evidente. Las esmeraldas “se pretende que son buenas para la epilepsia y que apresuran el parto, siendo llevadas como amuleto… la esmeralda llevada en el dedo carece de poderes, pero mézclesela con sales del estómago, con los humores de la sangre, con los espíritus de los nervios: sus efectos serán ciertos y su virtud natural.”
“La crisolita, de color verde amarillento, hace adquirir la sapiencia y huir de la locura”. Fue conocida por los griegos como “piedra de oro”. Los esotéricos creen que “ayuda en los partos y en sus contracciones. Si leemos la evolución de la hipocondria, notaremos que el pánico a las enfermedades devino en locura. El miedo a morir fue en estos siglos XVI y XVII la resistencia de la prédica cristiana de viajar al paraíso. “El topacio tiene la facultad de ahuyentar el frenesí”. Esto va para esos apasionados y violentos. En la colonia y en nuestro medio, he leído expedientes sobre mujeres que padecían de “furor uterino”, aunque por machismo, nada se culpa a los hombres peninsulares que desbordaban en estas mismas pasiones. Y eso que no tocamos los escándalos y trastornos conyugales de las cortes imperiales. Estas creencias figuran en las farmacopeas de los siglos XVII y XVIII. (Ver: Foucault, Historia de la Locura, FCE, 2017). (O)