Entre la gloria y la ignorancia. 2022 / Pedro Reino Garcés
Una vez que tienen conquistados los espacios de poder, hablando de los que han accedido mediante los métodos del engaño y de la trampa, muchos de esos protagonistas intuitivos procuran asegurarse la imagen con el barniz de la “gloria”. Esta práctica “intelectual” ha sido método histórico de muchos clanes que sorprenden a los incautos con respaldos de reconocimientos públicos, para evitar conflictos que los gobernados pudieran generar a sus gobernantes incompetentes. Esta práctica no es que sea moderna. Es nuestra herencia cultural que va siendo camaleónicamente actualizada y reafirmada por los “héroes” modernos que acceden al control de grupos de poder. El ejemplo viene de la Potencia: Obama recibe el Premio Nobel de Paz (2009) “teniendo tropas de guerra en servicio activo”. Para nuestra reflexión, el modelo que importa es la falacia.
“Tras llegar del desierto, un hombre pasa a querer la gloria << cada uno para sí >>, mientras que la mayoría de las personas << se habitúan a la ignorancia y a la docilidad >>”. Y esto es lo que estamos viviendo: estamos habituados a la ignorancia y a la docilidad. Estas ideas sobre los gobiernos bajo esquemas del despotismo las estoy tomando del libro El Pasillo Estrecho, escrito por Daron Acemoglú y James Robinson, Bogotá, 2019, p.144. Y aunque se entienda literalmente la palabra desierto, bien nos encaja en el sentido figurado, porque en estos desiertos en los que se desarrolla nuestra cultura, los mandones, amparados en un séquito de adulones y esbirros, cargando en andas a su fetiche, como en tiempos del incario, contribuyen a pasearlo por los arcos de gloria de nuestras parcelas de ignaros que como comadrejas se obnubilan ante prédicas de gloria de promociones salidas de las propias manipulaciones del poder.
Estas conductas se dan porque viven a la sombra de sus déspotas. Pero, no es que traten de superarlos, sino que conscientes de su mediocridad, usan de la alternativa de sus limitaciones y van por el atajo de la promoción de sus espantapájaros, porque “viven en la incertidumbre respecto de las reacciones de otros, y con la necesidad de tener el ojo alerta a los humores ajenos, se sienten incapaces de mirar al otro de frente, en la que incluso pueden verse forzados a tragar sapos, a la adulación y al falso halago, en sus intentos de congraciarse” (Ibid. P. 26). Caso contrario pierden el empleíllo y la lisonja de sus aduladores.
Estos escritos van a chocarse contra las piedras, a rebotar de las paredes de los cementerios, a deshacerse ante el griterío de las plebes desorientadas y sin rumbo. Estas reflexiones que pueden parecer y de alguna manera son voces de estos tiempos de sombra, de luces de los abismos de la degradación moral en que nos ha tocado resistir; estas voces que van quedando como testimonio no solo de tener vergüenza provinciana, sino de soportarla con escepticismo o con estoicismo vital, van pronunciadas ante el vacío. No es que con esto vamos a ser escuchados porque algo les importe. Todos los círculos del poder están viciados y contaminados que realmente hasta da miedo de pertenecer al género humano.
¿Qué nos queda? Si comprendemos que el espacio público ha perdido la dignidad; si ya no hay sino santuarios de la hipocresía y el engaño; si los sitios de la dignidad moral se han convertido en mercados con charlatanes de la honestidad donde se los suben a las tarimas a los costales de mote para que sean aplaudidos por haberlos sobrecolocado etiquetas y membresías por méritos plagiados, ¿qué nos queda? Acaso sea mejor el silencio, la soledad, la orilla del río y la sombra de los árboles. Acaso el patio de la casa con la fidelidad del perro.
Nos quejamos de la inseguridad ciudadana en lo económico, ¿y acaso hay quien nos advierta de la inseguridad ética? Con las instituciones que antes ofrecían espacios de dignidad y reconocimiento a la meritocracia, ahora se siente cómo dan vergüenza muchas membresías obtenidas en las ruletas de la suerte conseguidas en las alcobas de las corruptelas imperantes.