Marche compañero

Columnistas, Opinión

Cuando llega esta semana muy especial, como que nos atrapa una fiebre de meditación sobre la vida, la salud, el tiempo, la muerte. Y aunque solamente fuera meditación de pocas horas, abandonamos lo estrictamente terrenal para pensar que hoy somos y estamos, mañana quién sabe. Las luchas insensatas por lo estrictamente tangible pierden sentido.

Quizá esta sociedad, criada en el culto al exitismo materialista, repudia la enfermedad que a la postre es el reverso inseparable de la salud. Montamos un gran espectáculo vital en el que todos somos delgados, juveniles, atractivos, exultantes de salud, deportistas y hasta no fumadores. Sólo los pobres son anémicos. La riqueza de dinero y propiedades domina el otro gran teatro: «lo mío es mío, lo tuyo también es mío, y si no lo es te lo arrancho.» Nadie da a entender que la única enfermedad incurable, mortal de necesidad, es la propia vida, contra la que los científicos no han encontrado ni hallarán, jamás, ninguna vacuna.

Acaso tanto tiempo considerando de mal gusto incluir el estado de nuestras dolencias en las conversaciones, se nos ha dado en creer que no hay otra enfermedad que el cáncer, palabra terrorífica, a la vez totémica y tabú, cuya nominación común de uso médico a veces pienso que habría que variar.

La rapidez de transmisión de informaciones complejas, tantas veces divulgadas incompleta y hasta inexactamente, conjuran palabras hasta el absurdo. Así, no es lo mismo tener sida que ser cero-positivo o inmunodeficiente adquirido. Hay que batallar más contra el concepto sociológico de la palabra cáncer que contra la dislocación del ordenado desarrollo de las células.

Hasta el Premio Nóbel de Literatura Alejandro Solzhenitsin escribió su testimonio Pabellón de Cancerosos, donde ya no se sabía que podría resultar más ominoso, si el Archipiélago Gulag de los campos de concentración soviéticos o el cáncer de pulmón. Treinta años después al escritor ruso se le evaporó el ‘muro de Berlín, el comunismo y hasta su cáncer.

No digo que la Vieja Dama no nos visite del brazo de un cáncer, sino que no hemos de ser hipocondríacos, enfermizamente unidimensionales, con la mente cuadriculada por consignas de moda que nada tienen que ver con la hermosa y excelente lucha contra las tumoraciones.

Como modesto trovador de caminos, nunca sabré cuántos ángeles pueden pararse en la punta de una aguja. De manera que trabajar y vivir con honor y fraternidad ‘suenan’ a pautas ideales; sin romperse la crisma por unos sucios dólares más… Hasta el momento cualquiera en el que San Pedro dicte ‘su’ orden definitiva: «Marche compañero.» (O)

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