Personas Libres

Columnistas, Opinión

Aunque nadie confesara que prefiere la mentira a la verdad, lo cierto es que aceptamos muchas cosas sin aplicar la razón para determinar si son verdaderas o falsas, buenas o malas, justas o injustas.

Es lo «políticamente correcto», decidido en altos y poderosos laboratorios de consignas, eslóganes e incluso lenguaje, para consumo de ciudadanos liberados de la manía de pensar, a los que se les ofrece la opción de aceptarlo o rechazarlo, si coincide o no, con el vago y vaporoso ideario de los entes políticos de una mano u otra, sin considerar que cada vez más son parecidos entre sí. Todo ello hecho, cocinado y listo para servir.

Se admite la necesidad de pensar y discurrir frente a un problema de fi-sica, de matemáticas o de química. Por el contrario, se aceptan sin pensar ni discurrir las versiones de la historia, de la filosofía o del derecho, ya que se presentan como inapelables. Bajo la etiqueta del saber científico, tratan de pasarnos de contrabando cosas que no son más que meras teorías y opiniones interesadas en el adoctrinamiento de esta o aquella tendencia.

Es más complicado todavía cuando se acepta sin examen cualquier cosa que nos parezca beneficiosa, sin querer entrar en la cuestión de si es buena y justa. ¿Quién se acuerda del imperativo categórico de Kant para su obrar rectamente? Ello exigiría pensar y discurrir, que es, al parecer, de lo que no se trata.

Hay que salir cuanto antes de este pantano cenagoso en el que chapoteamos pensando que solo vale la pena pasarlo bien, aunque ni siquiera distingamos lo que está bien o no, lo que es bueno o malo, lo que nos hace crecer como personas o atolondrar.

No desperdiciemos ese instrumento maravilloso de que fuimos dotados: la razón, que posiblemente dañada por nuestra tendencia hacia lo defectuoso, puede llevarnos a encontramos, entre tantas mentiras y medias verdades, a quien es la Verdad, la única verdad que puede hacernos personas libres. (O)

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