Nuestras distopías y los fenómenos telúricos

Columnistas, Opinión

Mis opiniones en este texto quieren contrastar aclaratorias para buscar en los sectores de afectados, a los que  van por el camino de las utopías y a quienes ejercen las distopías.

Me aventuro a plantear estas reflexiones pensando en la conducta de los sobrevivientes a los fenómenos telúricos que ha soportado el hombre de Tungurahua, con un estoicismo fatalista. Es una historia reciente, registrada desde la época colonial con el supuesto “primer” gran terremoto de 1698 en que se hundió el nevado llamado Carihuairazo, y destruyó con sus aluviones y sacudidas de la tierra, entre otros pueblos, el incipiente trazado urbano de lo que llegaría a ser la villa de Hambato.

La arqueología es posible que nos  pueda revelar un conocimiento de un mundo antecedente que les pertenece a las culturas aborígenes quitu pantsaleas. ¿Se empecinarían en reasentarse sobre los escombros de sus tierras devastadas?, ¿migrarían a otros parajes?, ¿entrarían en beligerancia con otras etnias que habrían defendido sus territorialidades? Lo poco que ha quedado ya no existe sino como referencia bibliográfica o como muestra desarticulada de una historia perdida, en algún museo.

Cada cien años acá la tierra tiembla fuerte y uno de sus volcanes asentados a la redonda, erupciona botando lava, ceniza, cascajo, arenas y lodos. Vivimos riesgosamente en un hervidero palpitante. No hay un registro sistemático de los trastornos derivados de aluviones producto de sus lluvias torrenciales, o de las épocas de sequía sin agua para el agro. Al terremoto de 1698, le sucedió el de 1797; en 1773 erupcionó el Tungurahua; en 1886 hubo total oscuridad por la ceniza vomitada por el Tungurahua; en 1916 a 1918, botó piroclastos y tapó el cauce del Pastaza; en 1949 se destruyó Pelileo y otros pueblos y se anuló el Ambato patrimonial y de sus cantones. En 1987 de forma leve y en 1996 se habla del “terremoto de Pujilí” con pequeñas secuelas en Tungurahua. En 1999 hasta 2018 hizo estragos el volcán que tuvieron que evacuar a la población de Baños con un costo social más grave que la propia erupción.

Relacionados con todos datos y acaso otros más, los archivos dan testimonio de la tragedia humana y el flagelo que soportaron las clases más depauperadas, sobre todo por los abusos cometidos sobre la tenencia de la tierra, a los campesinos y a los indígenas. Creo que en estos grupos hubo más resignación que resiliencia.

Planteado así someramente el problema, preguntémonos ¿qué clase de sociedad somos?: ¿resilientes o distópicos? ¿Seremos emperradamente míticos o incipientemente reflexivos?, ¿Por qué no hemos huido de este nido de cataclismos? ¿Qué fe o qué designio pesa en este querer revertirnos a la misma ceniza de donde provenimos?

Aquí hay que ir aclarando las cosas: no todos pueden ser resilientes, porque no todos tienen la capacidad intelectual, ni emocional, ni económica para “resurgir de las cenizas”, a no ser que sea por milagro de alguna divinidad. ¿Quién manipula nuestra suerte? Aquí los resilientes se han impuesto sobre los débiles y más depauperados golpeados por la tragedia. Muchos de ellos se han aprovechado de las citadas catástrofes naturales para enriquecerse. Digamos que las tragedias son grata oportunidad para ladrones y saqueadores de escombros; mientras “los otros”, los que botaron la comida y los enlatados al río Ambato, han hecho lo propio con las ayudas de beneficencia solidaria, nacional e internacional.

La historia se repite desde que el hispanismo y sus distopías se instalaron en estas tierras. Véase por ejemplo la conducta de los once hacendados de Tungurahua que hicieron la llamada “Composición de Tierras al por Mayor” y se adjudicaron toda la actual provincia, sometiendo a sus habitantes al pago de rentas, luego del terremoto de 1698. A más de esto, revísese juicios por linderaciones movidas por los terremotos y pleitos por readjudicación de predios que fueron a parar en manos de gente de poder. Relean el llamado Libro Rojo de San Juan de Ambato. (O)

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