Palomas del parque
Veo que las palomas que revuelan en el parque sacan todas sus contradicciones para soltar al cielo. Unas vuelan más alto que la cabeza de bronce que le hace inamovible y austero a Juan Montalvo. Él, que ahora ya no es de carne que sufre, está más indiferente que nunca, después de tantas eufóricas polémicas con los gallinazos de otros tiempos; de sus destiempos cuando en la Plaza Mayor habían indios que revoloteaban recogiendo las alas en sus ponchos, y las mujeres, metían pequeños vuelos en canastos en los que recogían las injusticias de la semana para llevarse a saborear sus impotencias en sus páramos andinos.
Veo que las palomas que revuelan alrededor del Monumento han crecido estrepitosamente alimentadas por las migajas que generosos tiran los niños que aman desprendidamente a su patria repleta de aves pedigüeñas. ¿Las palomas son encarnaciones de mendigos? ¿Les gustará la migaja del pan para sostener el vuelo? Hay que confiar en los niños que saben cómo alimentar sus sueños.
Mientras los niños sonríen optimistas, Juan Montalvo sigue congelado en su indiferencia modelada después de la irremediable muerte de sus huesos. Las palomas y los niños vuelan, brincotean, gritan y sacuden la monotonía de buscar la costumbre, esa pedagogía de los cielos en calma. Nunca les dijeron que el señor que está con una pluma en la mano, era alguna vez también un niño que se volvió paloma hasta que cuando ya era grande se hizo cóndor, y que le gustaba volar en cielos más grandes, en cielos distantes; donde hay nidos en las rocas y en las cumbres que no conocen estas palomas del parque, las que han hecho sus nidos en la iglesia y entre los altares.
¡Cómo han proliferado las palomas del parque! Es que también han aumentado las migajas y la piedad para las avecitas del Dios de los pobres. Las palomas y Montalvo lo saben que también hay un dios de los ricos, ese que no reparte migajas sino abundancia a manos llenas; ese que reparte las cosas de la Patria entre los poderosos. Es un Dios que ama a los buitres y a los dinosaurios del poder que han aprendido a alimentarse con la sangre de los pichones que crían estas incautas palomas para alegrar el parque.
¿A Montalvo le gustaban las palomas?
¡Sí! A Juan Montalvo le gustaban las palomas blancas para los parques y para los pueblos que amaban la paz cuando se buscaba la justica; cuando el gobierno respaldaba a su pueblo amante de la sabiduría, de la preparación y las leyes de la razón, y las que dicta el corazón. Montalvo era contrario a las palomas negras y a las pintarrajeadas de oportunismo que son las que más abundan en las bandadas por todas partes. Sabía que hay palomas que arrullan solamente ante los débiles y que abandonan los parques cuando se convierten en ingratas.
Montalvo creía en las palomas libres que le nacían y las veía crecer desde sus libros. Cada página era un ala; cada palabra era una pluma que volaba alto; cada verbo era un ojo dispuesto para propagar su luz; cada revoloteo era un huracán de esperanza para los niños y los jóvenes que buscaban nuevos cielos para que volaran libros como si fueran palomas libres, esas que buscan por sí solas el trigo en la campiña de la patria de todos.
¿Quiénes son las palomas del parque que ensucian a Montalvo? ¿Quién será ese Juan Montalvo que soporta en silencio metido dentro de su estatua remordido en el bronce? ¿Por qué le quebrarían el pie de mármol al Genio de luz que le acompaña tocando una inspiradora lira? Cuando los niños de esta tierra sean grandes como palomas libres buscaremos las respuestas. (O)