Lo cotidiano y el teatro. 2025

Columnistas, Opinión

Para escribir este texto motivado por un guión teatral: Café con aroma de nostalgia, de autoría del dramaturgo Bolívar Flores Hidalgo, se me ocurre empezar hablando de que la sociedad nuestra, la más próxima, está envuelta en una semiósfera de un aburrimiento a lo trascendente, por lo que resulta abordar la monotonía de lo que es la vida cotidiana como cuna de la inacción social de un pueblo acomodado a las somnolencias dictadas por las voces de mando que tienen controlados los sueños de soñar, pero que, para un decodificador atento, incentivan y mantienen los sueños de dormir.  Resulta que es como si me moviera en un “tiempo vacío y en una comunicación muda”, según leo a Roger Bartra (El arte, lo cotidiano y la resistencia, 2020, pag. Virtual).

Dicho esto, me pongo en el plano del espectador que busca que alguien le venga a desacomodar nuestros nichos engusanados de fetideces sociales. Y digo esto, pensando en las fetideces rutinarias que emanan desde cualesquiera de las tenidas en nuestras escalas clasificatorias que tienen que ver con la economía y con la cultura popular. He aquí la metáfora del dramaturgo que puede venir a enrostrarnos y a restregarnos en nuestras propias narices esas rutinas, las que las podemos tomar como metáforas sórdidas de la monotonía.

El teatro, como metáfora de personajes, muestra las “pajas en el ojo ajeno” a falta de una narratología de mostrar en ese espejo “la vigas en el ojo propio”. Mostrar la monotonía del otro sin enfrentar la monotonía del polisémico receptor, es mucho desafío de quien quiere sacudir las conciencias acomodadas a la inacción. Pero si no es mucho pedir, Bolívar Flores nos muestra algunas de estas caricaturas de nuestros desencantos que tenemos en la actuación vital y rutinaria.

Que no nos pase, como dice Bartra, que pretendamos esas tendencias estridentistas de artistas que “no querían nada, pero que ambicionaban todo”. ¿Ilusión de deseo o regodeo de avaricia mental? ¿Qué es lo que quiere el autor dramaturgo Bolívar Flores cuando salen al escenario a “representar” el texto y el movimiento escénico?

Algo encuentro desde la pasta del libro colectivo: con otros autores han planteado sus DESEÁBULOS. ¿Acaso no se trata de desatar o enfrentarnos a las pasiones en colectividad, con algo en clave o metáfora de secretismos? ¿Cuál es la autoridad ilegítima que realiza convocatorias a la representación de un texto dialogado que puede tener todos los tonos semánticos a capricho del dramaturgo? La respuesta está en dos ejes locucionales: uno está en el texto, y otro en el énfasis con que se asuma la dicción teatralizable. Si se nos plantea en portada que el objetivo está en que el lector-espectador sea capaz de desentrañar deseos ocultos de un colectivo, esta adivinanza, planteada con argumentos de la cotidianidad, puede resultar peligrosa, porque puede ser o parecer cursi; o porque la metaforización no fue entendida por el público-receptor que es lo que interesa en teatro.

Y la última cuestión frente a los DESEÁBULOS. Si se trata de textos poéticos, narrativos o dramatúrgicos: ¿Qué es  lo que quieren ocultar quienes mantienen esa “junta autoral”? ¿De qué o de quién o por qué ese ánimo de secretear lo que se hace público? ¿Por qué nos juegan a la paradoja? ¿Habrá en nuestra sociedad beneficiarios de la paradoja? ¿Acaso nuestra cotidianidad no desarrolla el amor a nuestros esclavizadores? A cada vuelta del camino bendecimos a nuestros torturadores confundiéndolos con el prójimo. Tengo ganas de decir que en nuestras historias paradójicas está el deseábulo de la idiotez, que es lo que he tratado de enfrentar en estos textos tomados de nuestra experiencia de la cotidianidad que se nos restrega como temática que debe ser vista como propuesta desequilibrante. (O)

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