La náusea

Columnistas, Opinión

La náusea, novela publicada en 1938 por el escritor francés Jean Paul Sartre, es un clásico que,
en honor a la verdad, puede fácilmente desalentar a más de un lector no solo por su acidez
filosófica, sino -y sobre todo- por la propuesta altamente deprimente de la condición humana. De
hecho, su primer título fue Melancolía.


Sartre vomita dolorosas verdades evidentes para todo aquel que viviendo una vida mecánicamente
idiotizada, de pronto se da cuenta que vive una vida mecánicamente idiotizada: La vacuidad de
vivir sin propósito; el encontramos presos de libertad radical; la abrumadora responsabilidad de
construirnos a nosotros mismos a partir de la nada; la inalterabilidad del pasado versus la
imperceptible fugacidad del presente; en resumen, el absurdo sinsentido de la existencia humana,
son entre otros, los cuestionamientos que hacen que Roquentin, el protagonista de la novela, se
sintiera asquerosamente perdido.


De ahí que La náusea, que no se refiere a la reacción fisiológica propiamente dicha (aunque
tampoco la descarta), sea más una reacción total de su ser ante la absurdidad fundamental del
mundo y de su propia existencia.


Poco más o poco menos, es lo que la humanidad cree de la vida, y lo cree porque el
Existencialismo, como idea central de la obra, encarna el principio de que «la existencia precede a
la esencia», es decir que primero es la carne y luego el alma, por decirlo intuitivamente.


Dar por cierto esto, es decir, sentirnos cuerpo por sobre todas las cosas, es vivir en una continua e
interminable arcada provocada por creernos forma y no esencia; por poseer y no soltar; por
necesitar y no aceptar que ya lo tenemos; por ser pasado o futuro y no presente; por carecer de
propósito cuando ya somos el propósito; por creer que la culpa es real cuando solo la verdad lo es;
por pensar que atacar nos fortalece cuando es el perdón el que lo hace; por creernos pecadores y
no merecedores; por apenas existir y no ser; por pensar que solo hay imposibles y no milagros; por
ser hacedores y no creadores; por preferir la ilusión a la realidad y por imaginarnos despiertos
antes que sabernos dormidos. En definitiva, sentimos náusea por transitar en el miedo y no en el
amor.


Es por eso que, a pesar de lo denso, crudo, dramático y desesperanzador de La náusea, Sartre
tenía razón. ¿Quién no se sentiría enfermo de vivir así? Felizmente, Roquentin al final de la novela encuentra algo de sosiego en la creación artística (el
jazz y la escritura) como posibles vías para justificar su existencia. Curiosamente, lo mismo que
propone el libro Un curso de milagros que nos insta a despabilar la náusea del miedo descubriendo
nuestro verdadero ser a través de la creatividad inmanente, que más que artística (aunque no
excluyente) es la creatividad divina, sí, exactamente la misma de la del gran Creador. (O)

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