Arrogancia y sentido jurídico / Luis Fernando Torres
La reciente sentencia condenatoria en contra de altos funcionarios del régimen anterior y empresarios importantes, ha sido considerada, por muchos comentaristas de la coyuntura, como el retorno de la primacía del derecho, en un país cuyos habitantes y autoridades se habían acostumbrado a desconocer el imperio de la ley. Sin embargo, que los jueces hayan dictado tal sentencia, inclusive en contra de un expresidente de la República, no significa que el sentido jurídico haya regresado para convertirse en la regla general de actuación de los servidores públicos.
Todavía sigue latente la idea, entre quienes detentan poder, que en el ejercicio de éste se puede arrinconar al derecho para alcanzar los propósitos de la gestión pública, con el argumento que el “servicio al pueblo” lo justifica todo. Cuando una autoridad seccional, por ejemplo, dispone la ocupación de riberas de ríos para ejecutar obras recreativas, sin reconocer pago alguno a los dueños de los predios, bajo el argumento que las riberas son bienes públicos, coloca a la dinámica pública, es decir, a la política, sobre el derecho. Se les confisca a los legítimos propietarios como si fuera algo normal, inclusive, con algún aplauso ciudadano.
El sentido jurídico supone, por parte de los funcionarios, la sumisión a la ley y el respeto a los derechos de los ciudadanos. Y, por parte de éstos, el cumplimiento de la ley.
Son los jueces los llamados a precautelar el sentido jurídico, juzgando y sancionando a quienes detentan poder político, sin que, por ello, se politice la justicia. El viajero francés por tierras estadounidenses, Alexis De Tocqueville, sostuvo, en 1835, que el poder judicial era una barrera para evitar que la democracia fuera conquistada por el despotismo.
La sentencia de la Sala Penal de la CNJ, más allá de los cuestionamientos, justificados o no, de los que ha sido objeto por parte de los condenados, constituye una expresión contundente del poder judicial sobre los límites del ejercicio del poder.
Los gobernantes, generalmente, tienden a sobredimensionar el poder que detentan. Si su origen proviene de una votación, suelen convencerse, los más audaces o los más ingenuos, que el pueblo gobierna por intermedio de ellos. En medio de su obnubilación popular, se tapan los oídos ante las críticas de los contrapoderes, como las asambleas nacionales y seccionales. Están seguros que no puede haber límites a lo que hacen porque gobiernan en nombre del pueblo. Y, por último, siempre se animan con una pregunta utilitaria, ¿para qué limitar el poder si nosotros gobernamos?.
Al final, es muy costosa la factura por la arrogancia desde el poder. (O)