Desde la decepción

Sabemos que el aseo es lo más importante, que si queremos cuidar nuestra salud necesitamos del buen ase personal y comunitario. Si no cuidamos el aseo de dónde vivimos y transitamos, ¿cómo nos podemos quejar de nuestra salud?
Ahora bien, la higiene externa depende también de desechar la suciedad interna, la de nuestra mente. Desde la moral, la religión y las costumbres familiares nos han dicho que es malo pensar solamente en uno mismo. Parecería que el egoísmo es propio del ser humano y que debemos luchar contra él para ser más empáticos y más felices, pero con el desarrollo de las neurociencias comprobamos que el asunto es diferente, no tiene tanto que ver con la virtud sino también el rasgo de una inteligencia evolucionada. Pensar solo en uno mismo lleva a la indolencia y de ésta se puede pasar fácilmente a la crueldad y en ese estado, solo aparecerán pensamientos de indiferencia o de odio. Odiar a los demás como una estrategia para exaltarse a uno mismo, los demás son malos y solo yo soy bueno, los demás son torpes, solo yo veo la luz. Consecuentemente, un acto de limpieza que convenga a todos es como enfrentarse a uno mismo contra el egoísmo teniendo al amor como principio, al orden como base y al progreso como fin. Esas buenas costumbres harán sensibilizarnos y ponernos en los zapatos de los otros y así como son nuestros actos de limpieza así serán nuestras conductas.
Se dice que la educación es al alma lo que la limpieza es al cuerpo, entonces preguntémonos si lo que hacemos por nuestra casa, nuestro barrio y nuestra ciudad nos acerca al hogar que queremos mañana para nuestros hijos.
En mi largo tiempo y generosa experiencia en oriente (China y Japón) pude ser testigo de un gran sentido de comunidad y fomento de una cultura de protección al ver cómo en las universidades, por ejemplo, se organizaban mingas de aseo, pintura y adecentamiento en turnos rotativos espontáneamente los alumnos de los diferentes cursos y paralelos, conservando los campus de una forma óptima y agradable. Igualmente, en los colegios y escuelas.
Reconozco que escribo estas líneas desde la orilla de la decepción y la utopía, desde una especie de desesperanza al percibir en el ambiente de la realidad nacional tanta impavidez, casi encubridora, ciertamente intolerable. Nuestra sorprendente desfachatez con la que vulneramos los derechos de los demás, pero, irónicamente, apelamos con mil gritos cuando vemos amenazados nuestros propios derechos. Quizás, tales actitudes se expliquen por esa cultura, tan tristemente nuestra, de hacernos “los vivos”, de que somos los “más sabidos”, los “más pilas”, o los que “se las sabemos todas”. Todos conocemos las salidas, casi estandarizadas, para este tipo de situaciones: “Es que estoy de apuro”, “Pero si nadie me vio” y así por el estilo.
Parece a veces que hasta promovemos ese absurdo hábito de una tolerancia descarada y reprochable que raya el quemeimportismo. Alguien dijo alguna vez que el principio de la justicia era darle a cada quien lo que se merece, sea esto un premio o un castigo. En consecuencia, ignorar voluntariamente no es lo que corresponde, aun cuando resulte lo más cómodo, cuando tiene lugar la inobservancia de las reglas del juego para una convivencia de respeto mutuo. (O)