Doctrina de la humanidad / Kléver Silva Zaldumbide
Será que, como dice el músico y filósofo espiritualista Jean Klein, estamos condicionados por nuestra herencia biológica, zoológica, nuestro pasado político, económico, cultural, nuestro conjunto de caracteres psíquicos y de los fenómenos relacionados con éstos, y si es así, ¿será posible liberarnos de estos condicionamientos y de su dominio? ¿Nos conocemos y nos reconocemos a nosotros mismos y al proceso habitual de nuestros pensamientos?
Nos esforzamos en sustituir el comportamiento que juzgamos reprochable por su opuesto, y así, lo único que conseguimos es complicar nuestros condicionamientos; o también, nos dejamos tentar por evasiones diversas condenándonos a dar vueltas en un círculo vicioso.
Hay científicos que recomiendan tomar una actitud de auto observación objetiva, sin intereses individualistas, y que sólo eso nos permitirá captar espontáneamente los procesos de nuestro pensamiento, conocernos tales como somos verdaderamente, nuestras motivaciones, porque es una “motivación-madre” la que engendra a las demás.
En ocasiones, cuando estamos solos con nosotros mismos, experimentamos un vacío interior y una necesidad de llenar esta “carencia”, de apagar esta “sed” que nos empuja a actuar sin interrogarnos siquiera; huimos de esta “insuficiencia” tratando de llenarla, a veces, con objetos insubstanciales o con proyectos banales, y luego, decepcionados, andamos de una compensación a la siguiente, yendo de fracaso en fracaso, de sufrimiento en sufrimiento, de violencia en violencia, y alguien hasta se dirá “este es mi destino” aceptando con resignación este orden de cosas que lo calificará innato de su propia condición humana.
Engañados por la satisfacción que nos proporciona los objetos superfluos, llegaremos a constatar que nos causa saciedad y hasta indiferencia. Nos colman un momento, no sentimos carencia y luego nos cansan perdiendo su magia inicial. Por lo tanto, la plenitud que experimentamos no se encuentra en éstos objetos sino está en nosotros; durante un momento, el objeto tiene la facultad de causarnos saciedad y sacamos la conclusión equivocada de que fue éste el artífice de esta efímera plenitud. En esta apariencia en la cual nos hemos situado sólo puede darnos una felicidad efímera, incapaz de proporcionarnos aquella paz duradera que está dentro de nosotros mismos, comprendiendo, por fin, que en el momento en que alcanzamos un equilibrio, ningún objeto lo ha causado; la última satisfacción, alegría inefable, inalterable, sin motivo, está siempre presente en nosotros; lo que ocurre es que estaba velada para nuestros ojos.
Cuando hemos estado al filo de la muerte y nos hemos salvado o algún familiar muy cercano ha estado muy afectado de su salud y se ha recuperado, cuanta reflexión llena nuestros pensamientos y cuan callada se queda esa otrora sagaz y hasta perversa tendencia de emitir juicios sin saber cuál es la verdadera historia de cada persona que nos rodea. Confucio nos recuerda: “Tener suficiente dominio de sí mismo para juzgar a los otros por comparación con nosotros mismos, y obrar en relación a ellos tal como desearíamos que obrasen con nosotros, a esto es a lo que puede llamarse doctrina de la humanidad”. (O)