Economía y sociedad

Columnistas, Opinión

En un mundo en el que el dinero, el poder y la fama son tres motores que mueven la vida de muchas personas, demostrar que es posible la alianza entre mercado y la sensibilidad social es una tarea bien complicada. Los fondos de inversión son una de las instituciones típicas del capitalismo. Todo un mundo guiado por la máxima rentabilidad. Sin embargo, si nos acercamos a la realidad de estos fondos resulta que también en esta materia las inversiones se pueden realizar de acuerdo con criterios éticos y sociales.

El respeto a los derechos humanos, la preservación del medio ambiente o la humanización de las condiciones laborales son valores que para unos cuentan a la hora de realizar inversiones según en qué empresas. Un claro ejemplo es el fondo estatal de pensiones de Noruega. Aunque no es muy conocido, Noruega, tras Arabia Saudí y Rusia, es el tercer exportador mundial de petróleo.

Por decisión de las autoridades noruegas, los beneficios de tal actividad se colocan en un fondo para garantizar las pensiones futuras de los habitantes de ese país. Además, para evitar el sobrecalentamiento de la economía. Si nos atenemos a la evolución experimentada por los precios del petróleo, es fácil hacerse a la idea de que tal fondo es uno de los mayores potenciales de inversión del mundo. Este fondo busca combinar la administración profesional con la sensibilidad ética. Por eso, sus inversiones excluyen actividades como la fabricación de bombas de racimo, de armas nucleares o de minas personales. Tampoco financian empresas que causan daño al medio ambiente o que someten a los trabajadores a indignas condiciones laborales.

La congruencia entre los principios del fondo noruego ha llevada a sus autoridades a colocar sus activos en empresas como Boeing, General Dynamics o Lockheed. Decisiones que han provocado no poca polémica. Sin embargo, aunque se trata de empresas que gozan de grande aceptación en el mundo financiero, si las autoridades del fondo entienden que, en algún momento sus actividades pueden contravenir los criterios éticos asumidos, se buscan nuevos destinos sin mayores problemas.

En ese sentido, desde la perspectiva de la coherencia, es perfectamente consecuente que, por ejemplo, las religiones atiendan también a los principios de su teología en el momento de tomar sus decisiones en esta materia. ¿Es congruente que una religión financie empresas que traten indignamente a los empleados o que inviertan en laboratorios que fabrican productos abortivos? La contestación es obvia. Si parece adecuado que un gobierno maneje el fondo de inversión de acuerdo con los más elementales criterios de la ética, de la centralidad de la dignidad del ser humano, deberían también respetar que la coherencia se proyecte entre la fe y la práctica.

Sin embargo, por sorprendente que parezca, el pensamiento único imperante descalifica la existencia de valores no negociables. Hay que defender la coherencia cuando es social, pero no cuando se produce en el mundo de la religión o de determinadas convicciones morales. ¿Por qué será? ¿Por qué molesta tanto que haya quienes han decidido vivir y comportarse de una manera distinta a la que dictan hoy las tecnoestructuras que imponen el pensamiento único? ¿Por qué llama la atención que haya personas que negocien con determinadas cuestiones? ¿Por qué será? (O)

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