El demiurgo Melchor Rodríguez / Pedro Reino Garcés
Quiero buscar el espacio o los argumentos para no desencantar al autor y fortalecerme con el receptor. Este espacio que busco lo he focalizado desde el título del libro: HISTORIAS PROPIAS, AJENAS E INVENTADAS. Las historias propias y las ajenas corresponden al narrador testigo, al biógrafo, a quien da en sus textos ese carácter testimonial que no lo arrebata ningún plagiador que escriba mentiras. Pero de estos territorios, el mismo autor dice que nos va a relatar sus ocurrencias inventadas que las he tratado de descubrir y me he metido en un laberinto en el cual la realidad o la cotidianidad siguen siendo las “propias” y las ajenas de las que tanto el autor como el lector tenemos y convivimos con un sentido de pertenencia.
Es que saber contar lo que nos pasa en la vida tiene su magia. Nuestra vida, a la hora de la verdad, no es más que una hechura de palabras relatadas por boca de quienes bien o mal nos quieren. A esto, muchas veces salimos a responder según la fuerza y el momento de nuestras emociones. Y los actos de vida, serán también palabras que ratifican o camuflan las verdades.
Primero me encontré con las palabras de Melchor Rodríguez, contenidas en el libro que hoy me da el honor de presentar. Después fui en búsqueda del rostro, de la cara, del timbre de voz, de sus gestos, de su énfasis y de las miradas de quien las había escrito. Ya no me hizo falta la portada de esa casa derruida en escombros que aparece en la pasta o cubierta del libro, porque fui a Pedernales, a orillas del mar Pacífico, a constatar lo derruido y lo saqueado, a respirar un aire cargado de historias doloridas, de alaridos de impotencia, resumidas en el rostro y en la mirada de un nuevo amigo. Me dije: ahora estoy ante la elocuente portada de quien palpita con el libro de su vida.
Y así, vuelvo a mi pensamiento de hablar sobre el espacio, sobre el eslabón con que quiero articular esta historia encadenada entre el testimonio y la supuesta ficción. Leo el concepto sobre el narrador omnisciente y me dice: “es un narrador en tercera persona que nos cuenta una historia desde un papel de demiurgo, es decir, es un narrador que conoce todas las acciones pasadas, presentes y futuras de todos los personajes, así como sus pensamientos y sus deseos más íntimos” (página virtual). La cita se me estrella con lo que pasa en este caso, que es una narración que aborda nuestra realidad. Nuestro demiurgo no es el que se inventa lo que sea para mostrarnos personajes en su relato. Tampoco se ha inventado argumentos como un terremoto o esa experiencia de migrante a Autralia abandonando su patria. Nuestro demiurgo es un ente histórico, muy bien alimentado de nuestra herencia histórica, reforzada por su cultura crítica aprehendida a golpes de la vida.
En nuestros centros académicos sobre estas tareas literarias, aprendimos que los demiurgos literarios, narradores omniscientes, sintiéndose dioses, son los que todo lo saben, y manejan el relato en forma perlocutiva, es decir, con afanes de convencimiento que operan en el receptor. Pero en este libro estamos frente al concepto griego del demiurgo, que se refiere al “artesano, creador, compuesto de un demios popular y público”, que en todo caso, según el señor Corominas al que estoy citando de su Diccionario Crítico Etimológico, el demiurgo “es el que trabaja para el público”. Por ende, no es el pretencioso a tenerse como intelectual, sino que es un intelectual de su pueblo.
Melchor Rodríguez es un hombre del pueblo, es un hombre que ni quiere ni le interesa asumir una careta académica, es el demiurgo que ha enlazado en su narración los saberes con la inteligencia del artesano a la manera griega de hacer las cosas con la sabiduría que surge de la experiencia de la vida. Siendo un narrador-testigo es un relator histórico. Yo diría que no ha tenido tiempo para su pretendida opción de proponer cosas inventadas para fungir de literato, porque le absorbió la experiencia de su vida y nos ha puesto en un libro como un objeto preciado de su existencia.