El Quito de los paisanos / Pedro Reino Garcés

Columnistas, Opinión

Quito de las décadas de los sesenta y de los años setenta era un cholerío andino de inmigrantes provincianos con sabor a pueblo grande en el sentido más hermoso que tienen nuestros espacios urbanos. Quito era la patria nueva de los expatriados de sus pueblitos humildes, de quienes sufren de recaídas por las fiebres del abandono contagiadas sobre sus piedras del coloniaje.

El Quito era un laberinto de piedras históricas y de barrocas palabras fogosas que se silenciaban con los discursos de los ‘salvadores de la Patria’. Cuando pasaba por esas calles repletas de balcones sabía que, en todos ellos, todavía vivía Velasco Ibarra y resucitaba la misma demagogia desde cualquier calavera con un dedo acusador que volaba por los aires.

Me iba por la “Calle de las Cruces” pensando en que García Moreno estaba parado ahí, como un ídolo torpe, con esa obsesión fusiladora empedernida que se lo veía descascarándose de la mierda de las palomas. Siempre que oía los disparos de la policía persiguiendo a los guambras de las manifestaciones, me llenaba de rabia por lo que le hicieron a Eloy Alfaro en nombre de la Patria edificada entre balas y obsesiones.

Y cuando veía las cúpulas de las iglesias coloniales, pensaba en tantos curas sin cabeza, en tantos padres Almeidas dotados de tremendas herramientas para fecundar el trigo de la fe, principiando en los monasterios. Pobres Cristos crucificados que oían lo que repetían los frailes: “Hasta la vuelta Señor”, cuando se escapaban por los ventanales de la lujuria, haciendo escalera al propio Cristo crucificado, a practicar las pedagogías del amor en los conventos llenos de palomitas inmaculadas.

Y hasta me encontraba con los hijos de Cantuña y de Caspicara, corriendo de loma en loma, repletos de bailejos, plomadas, niveles, martillos, brochas, pinceles. Recuerdo cómo iban capturando a su paso los rostros de sus cristos diarios, y de magdalenas de rostros aborígenes. Llegaban a “la obra” y seguían dejando inconclusos los techos de las casas para que puedan entrar y salir los diablos que necesita una ciudad para mantener sus tradiciones.

El autobús que llegaba de provincia nos dejaba en la avenida llamada “Veinte y Cuatro de Mayo”, nombre puesto a una quebrada que los curas de la colonia bautizaron como “Jerusalén”, y que se la veía rellenada de escombros de las mezquitas aborígenes, prostitutas callejeras, vende muebles, ambulantes de la desocupación, cargadores, vagos, rateros y malandrines que estaban como pintados entre matorrales. La habían puesto “24 de Mayo” a esa llamada avenida, para recordar la fecha en que los patrones de Quito habían recibido a venezolanos y colombianos para casarlas a sus hijas con mulatos uniformados que se otorgaron la libertad de no contribuir con sus fortunas a los reyes de España. No querían ser más los esclavizados intermediarios de los tributadores a la península; sino que habían descubierto que mejor era quedarse con el botín entre criollos nobles.

Toda esta gentuza que pululaba por allí buscaba sus víctimas y sus clientes. Se sabía que muchos provincianos que entraban y salían de la Capital, caían en esas trampas de la melosería, y en las garras de invitaciones tentadoras y peligrosas que ofrecían ciertas “damas de protocolo” que nos esperaban con minifalda para darnos la bienvenida por sus Arcos de la Reina. Yo pensaba cívicamente, de acuerdo a mi educación, en la fecha “24 de Mayo”, y surgía en mí esa asociación sustitutiva: en vez de ser fecha de mi Independencia Nacional, pasó a mí entender como ‘Día de la Prostitución Republicana’. (O)

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