EL SILENCIO Y LA VOCINGLERÍA / Guillermo Tapia Nicola
Pequeña es la línea que separa la razón, de la imprudencia. Comúnmente la reconocemos como “reflexión”. Ella, requerida o sometida a presión, nos ayuda a discernir entre el bien y el mal, a reconocer la humanidad y la malicia; y quizás, lo más importante, a tomar decisiones fundamentadas en la realidad, la verdad y la cordura.
Nos acerca a la virtud moral y nos aleja del desatino y la ofuscación mental, aunque no siempre, sus consejos, son receptados y observados.
Transitar desde ese estado en el que no hay ningún ruido o no se oye ninguna voz, y llegar al extremo del murmullo ensordecedor, es, a no dudarlo, estar dispuesto a cambiar no solo de chip, sino de actitud.
Avanzar desde el enmudecimiento a la expresión, y reconocerse hábil para decir lo que se piensa y lo que se siente, no es tarea fácil, pero eso sí, plausible y gratificante cuando se lo hace, dentro de los cánones del respeto y la prudencia.
La vida, oscilando entre lo imponderable y lo evidente, hace casi imposible dar ese paso, cuando se está postrado en el miedo, el tutelaje, la amenaza y la sinrazón. Y nuestra gente, adormecida de terror desde hace quince años, sin poder superar ese problema, va cayendo, día tras día, en más aberraciones y crueldades.
El grito se volvió praxis recursiva y, “ponerse a salvo”, sinónimo de no hacer nada.
Inaudito pensar diferente, porque es contrario a la línea de vida engarzada en miles de derechos y cero obligaciones que nos fueron colocados como eslabón, para luego ser un bozal.
El garantismo a ultranza, quebró la mínima fuerza de la razón, el respeto y la tolerancia.
La falta de compromiso, es consustancial con el desánimo y el que me importismo ciudadano. Las redes, refugio natural de los discursos digitales; y las calles, cambiando su esencia de espacio de unidad y desplazamiento, se han tornado en escenarios de ruptura y amedrentamiento.
El espectáculo dantesco de la intimidación y la coacción, llega a la grosería de pretender someter al más alto tribunal de justicia constitucional, para hacer, de su pronunciamiento jurídico e independiente, un resoplido salido de tono, que siga la absurda demanda de una minoría poblacional que descubrió, en la incorrección y la bravata, su fuerza de existencia y razón de ser.
A la dirigencia sin brújula, lo mejor que le puede ocurrir, es que la gente sensata se acobarde y les rinda -una vez más- pleitesía y reconocimiento a sus desmanes y atropellos.
El culmen de la expresión “solidaria”, volverá a ser aquella manifestación eufórica de “perdón imperdonable” en manos de una legislatura revolcada en pesadumbre e invención.
El tiempo, no cura heridas, las afirma; y, nunca será capaz de borrar de la memoria pública, la insolencia y avasallamiento de la norma, cometido por quienes estaban llamados a salvaguardarla y observarla.
La historia se encargará -por sí misma- de encasillar los momentos y de asignarles nomenclatura.
Este país necesita trascender más allá de la coyuntura; y, superar la tara irracional de la envidia, el amarre, el reparto y la sumisión.
¡Los pueblos libres tienen pensamiento libre!
La única atadura capaz de someterlos, es la verdad.
La fuente de su inspiración no es otra que el hábito de obrar bien.
Paradójicamente, FERRÉZ, el escritor paulista, sostiene que “Los enemigos son los más confiables” y su obra dedica “A los que conspiraron y alentaron mi caída, nada más justo que presentarles la tercera lámina, el Manual Práctico del Odio está aquí, fortificando la derrota de los que atentaron contra mí y los míos”.
Si lo anterior, suena a fantasía, pues, bendita sea la imaginación y la suposición de materializar la utopía, porque -en el silencio- nos será permitido edificar la realidad que nuestra ilusión anhela y vocear al viento, nuestra alegría de saberla cierta.