Filosofía salomonense / (Jaime Guevara Sánchez)
Amanece el nuevo día. La esperanza busca un resquicio: ¨ ojalá no haya ocurrido desgracia alguna de noche acá¨. Quisiéramos que el ambiente de zozobra desapareciera, y, por arte de magia, la tranquilidad, la justicia, el progreso, inundarán el país.
Cómo no podemos mandarnos a cambiar a Marte, hago girar el viejo globo terráqueo del abuelo, busco las Islas de Salomón. Es un grupo de islas situadas al oeste del Pacífico, al oeste de Nueva Guinea. Si el amigo lector quiere encontrarlas, están más arriba de Australia, a mano derecha. En mi caso, las Islas Salomón tienen un tinte de relación personal.
Los salomonenses viven de la agricultura y la pesca. Viven bien, de acuerdo con sus costumbres y su filosofía nativa. Son gente relativamente feliz. No les interesa el resto del mundo, occidental y oriental, como meta soñada. Es imposible encontrar un salomonense ¨ radicado¨ en otras latitudes. Tienen una máxima definitoria: ¨Si un salomonense deja a sus islas es porque está mal de la cabeza¨.
Este preámbulo me sirve para presentar a Masah Gabonah, profesor fulbright, hombre inteligente. Enseña historia en Noro, ciudad importante de las Islas Salomón. De todas las cosas que Masah me explico sobre su gente, tengo predilección por ¨una¨ que suena increíble. La conservo como tesoro único.
Los nativos tienen una forma singular de tumbar árboles, cuando el árbol es demasiado gigantesco para hacerlo caer con el hacha. Taladores, con poderes especiales, sube a la punta del árbol, al amanecer. Allí se quedan quietos, en completo silencio. El momento menos pensado, sorprenden el árbol con un griterío infernal, gritos del máximo de su poder pulmonar. Continúan con el criterio durante treinta días… El árbol muere y cae. La teoría es que el griterío mata el espíritu del árbol. Quizás la inocencia de los nativos, o sus maravillosas convicciones milenaria, tienen algún poder desconocido para los sabios occidentales.
Para no quedar atrás de los isleños, cómo le conté a Masah que los ecuatorianos también practicamos el griterío. Gritamos al gobierno de turno, al árbitro del fútbol. Gritamos el carro, a las deudas, al vecino, a los bancos. Gritamos el tráfico, a la televisión, a los periódicos, a los políticos, a la guerra, a los candidatos. El grito al cielo va acompañado de puños cerrados.
Los salomonenses tienen sus propias concepciones filosóficas: ¨ gritaron las cosas vivas tienden a matar al espíritu que mora en ellas. El garrote y la piedra pueden quebrar nuestros huesos, pero las palabras duras quebrantan el corazón¨.