Fin de la noche / Pedro Reino Garcés
La noche, como noche es más bien como un huracán negro, como un túnel que en el fondo debe ser más que negro, más inverosímil; como si otras noches agazapadas se escondieran tras de unas primeras noches de mentiras que solo asustan porque no hemos sido capaces de superar la tiniebla que no deja de ser manejada por los que se sienten algo así, como dueños de las luces, o de los que tienen en sus manos el poder de los reflectores que gustan a la tranquilidad de las masas sometidas a la comodidad de las domesticaciones.
Me entregan un libro que se llama “Al Final de la Noche” de un abogado ecuatoriano, Rubén Darío Andrade, 274 páginas enredadas en su experiencia de vida entre epidemias, viajes por Europa y otros “confines” de un mundo tan redondo como las hipocresías, para los que tienen la idea de un mundo redondo dentro de vidas diagonales, oblicuas, zigzagueantes de curiosidades donde las experiencias burguesas parecen como marquesinas con luces de neón que atraen a los descubridores de las culturas de la apariencia humana empacada en noticieros, en periódicos y en folletos de las agencias de viajeros. Claro, ya había leído hace años “Viaje al fin de la Noche, del francés Luis Ferdinand Céline, 2011, de 573 p.
Muchos tienen y tendrán derecho de pensar que el fin de la noche está o desparece con la luz del día, pero pensándolo más allá de un diccionario, ni el día ni la noche son solo cosas de la luz y de las sombras, porque hay muchos animales de las tinieblas que disfrazados de luminiscentes están cómodos predicando sus ideas como propagandistas en las puertas de los cementerios, de los hospitales, de las universidades, de los palacios de justicia, de los edificios del congreso, de los palacios de gobiernos, a donde van los devotos de religiones de obediencias a resignarse y a confabularse con que la culpa es de las pestes, y no sus causales, como el covit, la bubónica, la peste negra, la gripe española. Predican que son inocentes y que siempre, con su actitud de místicos, buscan la luz, el bien común, la paz social, para mantener lo cual, siempre es necesario un poco de represión porque las masas son ignorantes, equivocadas, amantes del caos como lo son las pestes que desordenan la vida de los escritorios, de las plazas, de los centros comerciales, de los moteles, de los hospitales, de los ministerios, del control policial, de las fronteras, de los aeropuertos, de las aduanas.
De la lectura del libro trato de buscar una relación entre conciencia social con este Fin de la noche. Trato de adivinar qué quieren decirme las siluetas de esa pareja de jóvenes que levantan sus manos de cara a un sol naciente que me lleva a repensar los resplandores de otros mundos sin pestes, sin perversos, sin manipuladores, sin . . . lo que tenga que oponerse a que la luz desvanezca los odios inoculados quien sabe por quienes se creen iluminadores de ingenuos, que convencidos de sus perversidades se perfilan al fin de sus propias noches para desvanecer sus conciencias contratadas con oscuridades más terribles que envuelven la ceguera de sus almas obsesivas.
Entonces vuelvo a la noche y a lo que suscita en mí como lector de este libro escrito por un economista ecuatriano PhD de la Universidad de Lovaina, doctor en Economía por La Sorbona de París, Magistrado de la Corte Suprema de Justicia, por un Gerente de Administración de Contratación Petrolera, Miembro del Consejo de Educación Superior. ¡Qué pena que ciertos datos no tengan fecha!
Mi interlocución con el autor tendría que ver con el concepto fundamental del libro. ¿Qué es la noche para quien ha visto las luces en Europa? Los metereólogos indican que allá los días se alargan diferentes a lo que pasa en la mitad del mundo. Pero si ha vivido en la “ciudad luz”, de seguro que se le habría ocurrido que en América latina hay muchas tinieblas y que acá la noche es un concepto permanente. Seguro que su vida ha sido un privilegio luminoso en sus funciones, como la propia esperanza de ver a su patria Al fin de la noche. (O)