Gobierno del ensueño / Pedro Reino
El filósofo Thomas Hobbes nos advierte que “Una memoria copiosa o la memoria de muchas cosas se denomina experiencia” (en Leviatán, p.18). Y no es que se trate de pasar por un cargo burocrático para decir que se tiene experiencia. Pensando en un gobierno para las clases populares y en procura de encontrar caminos para una conciencia social que no dispare la brecha entre opresores y oprimidos, Hobbes advierte que para asumir cargos de control social, el aspirante debe haber captado y conocido la realidad, cosa que entre nosotros quiere decir: haber experimentado contradicciones, haber vivido las falacias, haber soportado los desencantos, las traiciones, el caos, las injusticias, la manipulación abierta y descarada de habernos convertido en odiadores gratuitos basados en el veneno de las infamias manipulatorias que ha enfermado paranoicamente a la sociedad.
Un interesado en la función pública debe haber estudiado la historia social de grupos humanos, sus estados de miseria y descomposición, de incipiente educación, de manipulación mediática, etc, etc. Debe tener una “memoria copiosa” de lo sufrido y sentido, sobre los acomodados, sobre sus intereses, sus orientaciones sociales y económicas, sus cálculos de intereses personales, sus manías para estar siempre en el poder. En una palabra, pensar en un gobernante que entienda que un Estado vaya en el servicio al bienestar mayoritario, será de pensar en un ilustrado que esté lleno de experiencias multidisciplinarias porque es quien se ha batido en las sociedades del desencanto. Y no es que solamente haya de pregonarlo, sino que haya tenido algún camino recorrido en estos terrenos.
En dos palabras, quien aspire a gobernar a los pueblos sometidos debe saber que: Las experiencias son vivencias que deben acosarle su conciencia en procura de corregir los errores sufridos por las impotencias que se respaldan en leyes y en ejecutores perversos. Vuelvo con otra cita a Hobbes: “Aristóteles y otros filósofos definen el bien y el mal por los apetitos de los hombres, y tienen razón mientras consideramos a cada uno de ellos gobernando por su propia ley. En efecto, en la condición de hombres que no tienen otra ley que sus propios apetitos, no puede existir ninguna regla general de las buenas y de las malas acciones. Pero en un Estado esa medida es falsa. No es el apetito de los particulares (solamente), sino la ley que es el apetito del Estado, lo que constituye el módulo” (en Leviatán, p. 535).
Esto quiere decir que desde los griegos ya debemos tener y asumir el descontento con el Estado. Debemos saber que los Estados son las maquinarias opresoras que sirven de trampa para quienes aspiran al poder. Hay que insistir que no solo debemos pensar en quienes ejercen el máximo poder, desde los ministerios o desde las cúpulas presidenciales o dictatoriales; sino que el aparato del Estado cobija a tiranuelos desde los peldaños más bajos. Los que soportan las tiranías en pequeños poblados, saben que sus déspotas se amparan en disposiciones, constituciones, ordenanzas, reglamentaciones, etc. “Como consecuencia, es otro error de la política de Aristóteles que un gobierno bien ordenado no deben gobernar los hombres sino las leyes. ¿Qué hombre que esté en su sano juicio, aunque no sepa leer ni escribir, viéndose gobernado por aquel a quien teme, no creerá que éste puede matarle y hacerle daño si no le obedece? ¿O creerá que la ley; esto es, las palabras y el papel, puedan dañarle, sin las manos y espadas de los hombres?” (en Leviatán, p. 573)