Imperdonable, solo pedir
Con verdadera ansiedad, casi que, ingresando en un plano de desesperación, demandamos la construcción colectiva de un país diferente, de un espacio que nos reconozca, valore, respete y nos brinde todas las posibilidades para desarrollarnos, crecer y progresar.
Todo esto, pasando por una instancia de plenitud educativa que nos guíe, forme y garantice un acceso total al conocimiento, que corrija los defectos y taras derivadas de la disfuncionalidad familiar, pero que simultáneamente nos asegure: gratuidad, excelencia, un profesorado acorde a nuestros anhelos y una evaluación que considere nuestras particulares habilidades, deseos, frustraciones y hobbies.
En realidad, no pedimos mucho. Apenas si lo obvio. Lo que suena más lógico y natural.
Queremos un país global, con seguridad ciudadana y jurídica, que sea un acopio de plazas de empleo, industrias, empresas, e inversión extranjera; un paraíso de paz, un ejemplo de movilidad y un remanso de cultura ambiental; que no cobre impuestos, que pague los mejores salarios, que suprima el cobro de peajes en carreteras, que la cobertura de salud y los beneficios de las jubilaciones sean oportunos e incuestionables, que continúen los subsidios a los combustibles; y que el Ecuador se proyecte al mundo como el único capaz de mantener impoluta e intocable la riqueza del subsuelo, de selvas, valles, montañas, llanuras, ríos, arroyos y mar adyacente, como guardián de la inmensidad del aire y de la profundidad del océano.
Queremos que todo se consulte, pero -simultáneamente- demandamos que nos eviten la molestia de opinar.
Queremos elegir a las mejores autoridades, pero somos incapaces de discernir entre lo bueno y lo malo.
Al final, terminamos por reconocer que nos equivocamos, pero no hacemos nada por enmendar. Nos gusta caernos en la misma charca y, llenos de lodo, echar culpa a los demás.
Somos incorregiblemente explícitos de nuestros desastres, más nunca aprendemos de ellos.
¡Pero eso sí!… Somos conspicuos peticionarios de todo cuánto se nos ocurra, porque nos llenaron de derechos y nos hicieron olvidar las obligaciones.
Somos irrepetiblemente “auto-considerados” con lo público y nos apresuramos en identificarnos con cada campaña publicitada en redes, pero a la hora de la verdad, muy poco nos importa que se destruyan los bienes del estado, de la ciudad; y, aunque condenamos la corrupción, nos hacemos “los locos” y de reojo saludamos a los delincuentes que abandonan las cárceles bajo el amparo de medidas cautelares cuestionables e improcedentes.
Nada, o casi nada nos Interesa el destino de quienes, contrariando la administración de la justicia, restituyen supuestos derechos y fungiendo como abanderados de las causas perdidas, permiten las fugas de los sentenciados y de los recursos del erario nacional que -tras fronteras- les posibilita vivir a sus anchas.
Hablamos mucho de cambios, pero no movemos un dedo para impulsarlos.
Creo que es hora de pasar de la reflexión a la acción. De zafarnos del aletargamiento connatural que nos mantiene enraizados. Un recordado profesor universitario que emprendió el viaje final hace algún tiempo, no se cansaba de insistir en que éramos “un pueblo amamantado con bálsamo tranquilo”.
Los episodios electorales en la puerta de la casa serán espacios propicios para que se ensayen viejas praxis orales de convencimiento, tan cercanas a las que acostumbran los vendedores ambulantes que terminan por convencernos de las bondades de sus chucherías baratas.
Intentemos abrir el corazón, para escuchar con el alma y razonar con la ilusión, en la certeza de que -en un medio de arrogancia y de mentira- obrar de buena fe, resulta insuficiente y que solo el mañana será idóneo para entender el alcance de nuestra decisión.
Seamos capaces de elegir a conciencia, guiados por la generosidad del espíritu que pervive en la paz, en franca comunión y compromiso con los demás.
Coincidamos en que “somos necesarios para definir nuestro propio futuro”.