Juan Benigno Vela y la parresía. 2023

Columnistas, Opinión

Hagamos cuenta que por aquí, ahora mismo, entre quienes me están escuchando,  deben estar presentes dos almas  de nuestros importantes antepasados. Deben estar inquietas esperando lo que voy a decir de ellas, de lo que hicieron cuando vivían peleándose con medio mundo; o mejor dicho, con ese mundo, a ese pueblo de ignorantes que mantenían engañados en toda una República. No son almas de poetas ni simples literatos como creemos ahora, sino espíritus de políticos que les tocó combatir a los tiranos de su época, que mantenían a la gente sometida a la irreflexión y a la servidumbre, sin saber siquiera que tenían derecho a la protesta.

Gracias a esta  invitación, ellos también se han puesto de cada lado de todos los que estamos aquí. Se sabe que murieron hace más de cien años. El uno murió un 17 de enero de 1889, hace 134 años y algunos quieren resucitarlo para volver a expatriarlo y a matarlo, para idolatrarlo como a momia fresca, mezclándolo y confundiéndonos con cualquier cacareador de tantas injusticias que aparecen en tiempos de elecciones.

El  otro murió un 24 de febrero de 1920. Es un muertito  de 103 añitos de  soledad que creían que daba “palos de ciego”, pero que veía más con su pluma, con unos ojos que no necesitaban bastón. Pues con ese palito se defendía primero de los curas que le odiaban, más que de los perros callejeros que curuchupamente salían ladrar al verlo caminar por las calles de la villa de Ambato.

Acompañados con cada uno de estos espíritus, vamos a comentar algo de lo que ellos leían para luego poder escribir en periódicos. Esto lo hacían para que ambateños y ecuatorianos se ilustren y dejen de pensar que solo la iglesia con sus sermones hablaba la verdad. El  que murió primero, como había nacido para gallo de pelea, cuando les dejaba sangrando las crestas de las iglesias y los gallineros conservadores, tenía que salir del país a cacarear sin miedo en el exilio; mientras que al gallo del bastón, que se había propuesto publicar periódicos de combate, le cogían con más facilidad y terminaban desterrándolo y expulsándolo para ver qué hace tras las fronteras.

Estos “gallos” leían a los clásicos; es decir a escritores de Grecia y Roma, y querían que nosotros fuésemos ilustrados como ellos. Ellos buscaban lo que yo he encontrado como su propósito y que quiero volver a compartir con ustedes. ¿Qué era? La respuesta que he encontrado en palabras de ahora es lo que se llama: la parresía, que es sobre lo que he venido a hablarles en esta memoria.

Se sabe por los textos de Platón, en un libro que comentó sobre las Leyes, los ciudadanos eran educados con cantos, gimnasia y música… ¿A quién más podían encargar la educación de un pueblo, sino a los maestros, que no lo eran cualquiera.  Se los daba este encargo a los sabios, a los filósofos, a la gente que para poder educar significaba que tenían la capacidad de enseñar a razonar; tenían que respaldarse en la ética, en la moral pública, en el desafío de hablarles con la verdad que es una de las significaciones de la parresía. ¿y qué significa hablarles con la verdad? Lo que quiere decir es que investigaban, se actualizaban, dudaban de lo que decían y practicaban lo que predicaban. Ahora y en nuestro medio creemos que maestro es un transmisor  de contenidos; algo  así como un cable que conecta un cerebro con otro que puede estar desenchufado; y la educación una carrera de resistencia para sacar títulos con cuyos papeles está acreditada la sociedad para ganar dinero, sin importar razonamientos sobre la explotación a los demás…

Esta educación hizo poner de ejemplo a los discípulos o alumnos griegos a que debían tener un “alma de oro”. Entendamos la diferencia: una cosas es ser educados para tener oro en los bancos, producto de ser empresarios exitosos; y otra cosa es tener oro en el alma.  Y las reflexiones van un tanto más allá con estos ejemplos. Sócrates había respondido que para comprobar necesitaba de las piedras, con las que se ha de chocar el oro y ha de  salir más brillante quien tiene alma de oro. (O)

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