La inigualable satisfacción de elegir

Columnistas, Opinión

De pie, con la frente altiva y mirando al sol, recibiendo en el rostro el calor que emana de sus entrañas, extasiado en el azul que fortalece la visualización de la dorada melena del astro, con el corazón henchido de emoción, me dispongo a emprender un peatonal recorrido citadino, comprometido con el país, para expresarme democráticamente.

Aunque, personalmente, como espero sucederá a muchos ciudadanos, puedo prescindir de hacerlo, vista la cantidad de años que acompañan mi existencia; he decidido asumir el desafío de acudir a las urnas -una vez más- porque no puedo, ni debo dejar de pronunciarme y apostar por un cambio que, en los últimos 30 años ha sido perifoneado a mansalva y dilapidado por igual.

Salvo esporádicos acontecimientos que han servido para -temporalmente- unificar a la nación, la diáspora ha sido la característica manifiesta de un pueblo que por sí mismo ha buscado la inmolación como solución absurda a sus angustias y el diferimiento como única medida aplicable a sus problemas.

De ahí que, enfrentarlos y superarlos, se ha vuelto prólogo de una letanía inconfesable.

El periplo no se hace esperar. Ataviado de domingo, he iniciado mi caminata hasta el recinto educativo, hoy, transformado -momentáneamente- en templo de la libertad para la expresión electoral y, recorro con paso seguro las calles que me conducen hasta ese destino, cobijado si apenas, con el resuello de la hora que tempranera se desprende del ulular de una sirena que anuncia el inicio de la jornada.

En el trayecto, me reconozco con varios vecinos, amigos e incluso compañeros de escolaridad, con quienes intercambiamos saludos y abrazos fraternos, nos gastamos alguna broma y mutuamente nos deseamos felicidades y éxitos al término del proceso que nos convoca, independientemente de la coincidencia o no de nuestras preferencias.

Llegado al sitio, sin más armadura que mi conciencia, la cédula de ciudadanía y una lapicera de in deleble tinta azul por espada; me enfilo hacia la mesa que corresponde a mis apellidos y me reciben unas alegres y juveniles miradas, recostadas sobre una amplia sonrisa que luego de saludar con amabilidad y seguridad, comprueban mi identidad, registran mi asistencia y me proveen de los materiales pertinentes (papeletas) para que sufrague, sin antes indicarme las ánforas en las que debo depositar cada una de mis decisiones y el biombo en el que, guardando alguna discreción, deberé consignar mis votos.

Concluido el trámite, estampo mi firma en el registro que, incluso tiene inserta al margen de la casilla con mis nombres y apellidos, una fotografía que, aunque no me hace mucho favor, permite identificarme y testimoniar que sigo vivo y que mis preferencias y candidaturas reciben a plenitud mi apoyo y mi voluntad férrea porque su propuesta, cambie este país.

La casualidad hace que no sea: ni el primero, ni el último, de los de mi estirpe, clase, edad, condición y compromiso, en haber acudido al recinto electoral y sufragado en tempranas horas totalmente convencidos.

Mentiría si dijera que no hemos tenido interesantes coincidencias.

Todo lo contrario, lo que nos pasa a unos cuantos nos acerca a muchos y, los números, los colores y los sentimientos nos vuelven uno. Un solo puño, un solo haz de luz, una sola lectura, unívoca, pertinente y fuerte.

El tiempo no ha pasado sin dejar huella sobre nosotros y por eso, nuestro caminar sereno, pausado y firme, se perenniza igual que nuestra sombra y la impresión dactilar estampada en el casillero correspondiente, o bien como marca evidente de nuestro deber para con la Patria y su futuro.

Tenemos tiempo suficiente para hacer de nuestra obligación ciudadana una experiencia inigualable.   ¡Acudamos a votar! (O)

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