Libros y cultura en nuestra vida colonial del siglo XVII / Pedro Reino
¿Quién hará en nuestro medio provinciano tungurahuense un rastreo investigativo para obtener información sobre bibliotecas particulares o familiares? Si se diera el caso, habría que averiguar con qué tipo de libros se ha educado una familia. En muchos casos, y por mi experiencia como docente, bien podría afirmar que ni siquiera las bibliotecas universitarias tenían ni tendrán libros actualizados, si acaso los tuvieran. En nuestro medio, crear una especialidad o carrera universitaria, se lo ha hecho con una ligereza espantosa. Se creaba el aparato burocrático sin una elemental biblioteca de respaldo. Peor vamos a decir, biblioteca de especialidad. Un profesor universitario actualmente me ha dicho que “su” biblioteca (que es mínima) tiene más libros que la de su facultad.
Yendo al grano sobre información de nuestro pasado: “El licenciado Cristóbal Ferrer de Ayala, asesor del Virrey del Perú, Fiscal de la Audiencia de Lima, luego Oidor de la Audiencia de Quito, tuvo una biblioteca de 226 volúmenes (con tres obras lexicográficas), valorada en 550 pesos”, según una carta de venta hecha en Lima en 1590. “el doctor Hernando Arias de Ugarte, criollo, natural de Bogotá, Oidor de las audiencias de Panamá Charcas (Bolivia) y Lima, luego obispo de Quito y Arzobispo de Bogotá, Charcas y Lima, tuvo una biblioteca de 640 volúmenes (con 5 obras lexicográficas), valorada en 3.825 pesos”, según una tasación de bienes hecha en Lima en 1614. Quien sabe, el hombre más “culto” (salvando el caso de que haya sido tan solo un coleccionista), resulta un “Doctor Francisco de Ávila, mestizo natural del Cuzco, doctrinero y extirpador de idolatrías en la provincia de Huarochiri, canónigo de la catedral de Charcas y luego de Lima. Tenía una biblioteca de 3.108 volúmenes (con 17 obras lexicográficas”, según inventario de bienes hecho en Lima, en 1648. Comparando con la biblioteca del Inca Garcilaso de la Vega, mestizo que vivió la mayor parte de su vida en España, que tuvo una biblioteca de apenas 200 volúmenes (con 2 obras lexicográficas), según un inventario de bienes hecho en Córdoba en 1616, digamos que fue poco ilustrado.
Estoy comentando datos de Teodoro Hampe Martínez, de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, que según se explica “fue redactado durante una estancia de investigación en el Instituto de Historia de la Universidad de Viena, gracias al financiamiento del Ministerio austriaco de Ciencia e Investigación”. Averiguando datos relacionados con posibles bibliotecas particulares de la Real Audiencia de Quito, tan solo se señala lo que queda reseñado. En conjunto, miro que una fuerte intelectualidad en el siglo XVII, es decir por los 1600, se sube con los libros al altiplano de la actual Bolivia. Pienso que la economía derivada de las fabulosas minas de Potosí, atrajeron a gente dedicada al cultivo de su intelecto.
En estas listas, indudablemente no aparecen como tenedores de libros los virreyes, ni los burócratas de la administración de la época. Igual que ahora, pedir que una autoridad sea quien tenga la biblioteca más grande, sigue siendo una utopía. ¿Cuántos gobernadores, alcaldes, concejales, ministros, rectores de colegios, de universidades, en nuestro medio legarán a su ciudad sus inmensas bibliotecas? Lo más triste es que a ellos elegimos para que “nos gobiernen” y hagan y deshagan nuestro propio destino cultural.
¿Por qué esto de resaltar que entre los libros, básicamente de temas religiosos y morales, se tome en cuenta los lexicográficos? Por una sencilla razón. La lexicografía, es decir, las palabras nuevas del continente descubierto, hasta ahora siguen siendo postergadas y anuladas. Hay que pedir consentimiento a la Real Academia, para ingresarlas como cosa “legalizada”. La discriminación lingüística a las lenguas indígenas y a los modos comunicativos de los afroesclavizados, casi que son un estorbo para el español normativo contemporáneo. Hasta ahora, el concepto de hombre “culto” guarda relación con quien sabe francés, inglés o alguna lengua europea. Del que se interesa por las lenguas indígenas, se le tiene un triste concepto. La anulación lingüística del continente se debe a la actitud anulatoria de la palabra de los vencidos. De todos modos, los sacerdotes que se interesaron en hacer sus diccionarios, son quienes constituyen el mayor sustento contradictorio de nuestra heredad.
Uno de los criterios extremos sobre lo dicho, viene argumentado en el texto que estoy compartiendo: “Muchos autores han enfatizado con acierto las penalidades que supone la tarea lexicográfica en general: el humanista Giulio Cesare Scaligero, por ejemplo, advertía en el siglo XVI que los peores criminales no deberían ser ejecutados ni sentenciados a trabajo forzado, sino condenados a compilar diccionarios, por lo tortuoso de esa labor” (Ladislav Zgusta, Manual de Lexicografía, Praga, Academia, 1971, p. 15).
La concepción de “nuestra cultura” para que tenga un carácter de esencial, debe tener cuerpo y alma con sus propias palabras, no solo como novedad, sino con ese sentido consubstancial que orgullosamente debe ser asumido por un pueblo querendón de lo suyo. Pobres lingüistas nosotros “condenados” a los trabajos forzados que los cómodos hombres libres no pueden asumir. (O)