Montalvo y la inmortalidad / Patricia Grijalva
Si el espíritu de Montalvo volviera a resurgir en estos días de zozobra en los que ya las tiranías casi han desaparecido y los malvados se han metamorfoseado en delincuentes contemporáneos. Y porque nosotros, ciudadanos comunes, que observamos impasibles y temerosos el avance de este mal, coronando a nuestro pesar, a nuevos reyes del terror, agachando la cabeza, y mirando a otro lado, no seremos nunca, merecedores de un legado como el suyo.
Porque el mundo dice: Aquí yace el preclaro ilustre genio de las letras hispanoamericanas, el Cervantes de América. Aquí yace el genio de la pluma y el artífice de la libertad que luchó contra las tiranías y enseñó a nuestro mundo a rebelarse.
El 17 de enero, como en aquel de 1889; con rígido duelo, conmemoramos un año más de la partida de nuestro genial escritor ambateño; Don Juan Montalvo Fiallos hacia el país donde no hay cielo, ni sol, ni estrellas, ni sonido, ni silencio. Pero en el que persisten todavía esas horas, a pesar del tiempo transcurrido, en las que se fueron haciendo un eco eterno sus palabras: “Solo siento que toda mi vida se concentra en mi cerebro”.
En un día como aquel, el escritor más grande de América, distinguido muchas veces por letristas contemporáneos de América del Sur y de Europa, era sepultado en un severo ataúd con traje de frac debidamente arreglado y un puñado de claveles. La colonia ecuatoriana costeó sus funerales que fueron solemnes en la Iglesia de San Francisco de Sales, en Paris. Se cumplía después, también, su deseo de que sus restos embalsamados fueran repatriados a Guayaquil y más tarde a su ciudad natal; Ambato.
Juan Montalvo, al que alabaron Pedro Montesinos, Vicente Acosta, José Alcalá Galiano, Juan Valera, Víctor Hugo, Gaspar Núñez de Arce y tantos otros que enumerarlos sería demasiado largo, había dejado de existir a los 56 años, víctima de tuberculosis que más tarde desencadenó en neumonía purulenta, enfermedad que fue minando su salud, no así su espíritu indomable y altivo que lo caracterizó durante toda la vida.
Durante sus días vividos en Paris, Montalvo se volvió melancólico, pues extrañaba Tungurahua. En Los proscritos, ensayos aparecidos en El Cosmopolita, escribió: “La nostalgia consiste en un amor indecible por la patria y un profundo disgusto del país en que se está…, es un deseo de llorar a gritos al mismo tiempo que eso es imposible”
A lo largo de los años, este hombre de cabello rizado y mediana estatura, con el rostro marcado por la viruela supo impregnar en la gente la voz de la verdad. Digno y altivo, jamás fraternizó con el bajo fondo de las conciencias turbias ni fue vasallo de ignorantes adinerados.
Fue el maestro de la pluma, el ejecutor y el verdugo de tiranos. Una autoridad de nuestra lengua que siempre supo manejar con primor y limpieza el castellano de esa época. Aparentemente exagerado con el elogio o la censura, pero exuberante, rico, pomposo en el estilo.
Sus obras las creó con cincel de fuego en la fragua de las tormentas políticas, Montalvo fue el caudillo, y su pluma; la espada que atravesaba rauda el corazón del enemigo.
No es preciso mencionar en estas notas, sus obras más conocidas, pero sí merecen mi atención sus escritos sobre Venecia, sobre la ira; la serpiente que se hincha, sobre Francisco Petrarca, sobre la muerte, sobre la muerte de Bolívar y estas pocas líneas que escribo a continuación, que son los testigos más elocuentes de su verdadero afán.
“El objetivo (de la Internacional) es honesto, es moderado; los medios de que se vale son lícitos; sus anhelos plausibles. La organización del trabajo, la correspondencia de honorarios y salarios con oficios y obras; la libertad revestida del derecho, sofrenada por el deber y otros fines semejantes, son los de esa asociación que está rebosando en Europa… La Internacional reconoce el principio de propiedad no quiere, sino que las clases laboriosas no malogren su trabajo y la industria tenga sus leyes a las cuales se sometan la ociosidad y el lujo. Esta sociedad no es perseguida por la fuerza pública; los enemigos del pueblo están gritando contra ellas, cierto: Pero ¿qué autoridad tienen para la democracia las alharacas de Napoleón III y de Bismarck?”
Y… ¡sí! Montalvo fue todo fuerza, todo vigor; un titán cuya cabeza sobresale entre las nubes azules de los cielos y alcanza los espacios de la inmortalidad. (O)