Montañas filosóficas?/ Jaime Guevara Sánchez

Columnistas, Opinión



La pregunta ha sido hecha miles de veces. ¿Por qué hay hombres que arriesgan su vida para subir al Everest?  ¿Por qué hombres inteligentes apuestan la vida a un solo error, escalando paredes de hielo de la montaña más indómita de la tierra?

Los más grandes escaladores de montaña han escrito varios libros en los cuales se exponen muchas respuestas. Esas respuestas incluyen: el deseo de profundizar la explotación de la tierra; la batalla eterna del hombre contra algunos de los elementos de la naturaleza; o simplemente para ver qué hay en “el otro lado”.

Nadie se ha atrevido a insinuar lo que muchos consideran la razón básica: “creen que en el otro lado está el Gran maestro del universo.”

Pese a que estamos en el siglo XXI, estamos viviendo el inicio mismo del tiempo. Solo hemos logrado pasar recientemente nuestros orígenes primitivos, cuando todos los dioses vivían en la cima de las montañas.

Los babilonios consideran a las montañas como el hogar natural de los dioses. Los griegos y los romanos, por supuesto, pensaron siempre en que sus dioses estaban en el Olimpo.

La cima de las montañas ha sido siempre considerada con cierto temor por la humanidad. Solo basta recordar que fue del Monte Sinaí desde donde Moisés descendió con los Diez mandamientos en sus manos.

Las montañas tienen otra gran fascinación para el hombre. La vegetación de la tierra nace de la capa superficial del suelo, pero son exclusivamente las montañas las que se elevan desde el seno de la Madre Tierra.

Y así, por este camino, en la mente del hombre está el persistente sentimiento por los dos entes poderosos: la Madre Grande y la cima de la montaña a la que ella le otorga el nacimiento. Los escaladores de la montaña no están solamente abrazando a la Madre Grande, se adhieren a algo más profundo, la esperanza de que cuando lleguen a la cima podrían estar en capacidad de ver “El Paraíso de Adán y Eva.”

Los marchantes comunes de este terruño ecuatoriano subimos unos metros en las faldas del Cotopaxi, del Chimborazo, del Imbabura, inclusive de nuestro querido Tungurahua “cuando está calmado”, y nos sentamos a extasiarnos con el paisaje natural de la cordillera, el verdor variado de tantos campos, tanta vegetación y aguas cristalinas. Pasamos un par de horas y descendemos a la realidad de nuestra humana sencillez. Admiramos, por supuesto, a los elegidos para proezas como la subir a la cima del Everest. (O)

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