Niñez y adolescencia / Lic. Mario Mora Nieto
Hay en el Museo de Louvre un hermoso retrato de Chardín que representa a un niño jugando con el trompo. Hace un instante ha vuelto de la escuela. Sobre la mesa acaba de arrojar el libro que traía bajo el brazo. Su linda carita tiene una expresión de alegría como si el trompo que gira bajo sus ojos hubiera bastado para proporcionarle una felicidad sin límites.
No muy lejos de allí, en la amplia perspectiva de la gran Galería, un retrato de un joven, atribuido durante mucho tiempo a Rafael, nos transporta a otra latitud y a otro clima. Este adolescente de mirada triste está buscando en el infinito un eco simpático para su pena. La suavidad de la luz que lo envuelve no desentona con su melancolía.
Si fuera posible obtener en síntesis animadas el perfil del niño y de adolescente, ahí tendríamos delante de los ojos en los dos cuadros magistrales de Chardín y Rafael.
El panorama mental de un chiquillo de diez años aparece de veras en aquel niño de Chardín. Su mundo pequeño, limitado, preciso, está al alcance de su mano. El niño conoce las fronteras, ha recorrido sus caminos, le son familiares todos los rincones.
La curva del egocentrismo alcanza, a los siete años su nivel más alto, se considera como el centro del mundo y por lo tanto a pensar para sí mismo sin esforzarse en ser comprendido por otros. Esta curva desciende a los once años, casi hasta la horizontal, conforme se acerca a la adolescencia. Bien instalado en la vida, el niño vive la relativa quietud espiritual que le asegura su personalidad equilibrada. Se mantiene seguro de sí mismo porque no le exige a la vida nada más que lo actual y lo próximo.
Qué diferencia en cambio con la profunda desolación del adolescente. A la serenidad y a la confianza han sucedido la inquietud y el desconcierto.
Ya no le sirven para nada las respuestas de la infancia al problema del mundo y de la conducta. Una transformación total, morfológica y fisiológicamente; un vuelco para él inexplicable, amenazan conmover los fundamentos mismos de su personalidad.
El adolescente se desprende del niño en el momento mismo en que se inicia este drama. La vida infantil termina en la vecindad de los doce años.
Los padres y familiares deben cumplir un papel protagónico fundamental en la orientación material y espiritual de estos maravillosos seres humanos. (O)