REITERACIÓN Y DESAFÍO
En ese afán de explicarme lo que significa ese viaje de transformación constante, indagaba sobre la diferencia entre “vivir desde el alma y vivir sólo desde el ego”, casi como si se tratara de “emitir opiniones a la luz pública o guardar con sigilo el comentario” e identificaba (hablando de aquella discrepancia) tres cosas o condiciones potenciales a esa disensión: la habilidad de percibir y aprender nuevas maneras, la tenacidad de atravesar senderos turbulentos y, la paciencia de aprender el amor con el tiempo.
No estoy seguro si los tres elementos reconocidos son aplicables en igualdad de condiciones a la segunda frase citada, pero solo así podría ser posible -me decía- vivir desde el alma, porque implica apertura, valentía y humildad para enfrentar las profundidades de uno mismo, renunciando a las máscaras del ego que buscan control y validación externa.
Entre esas divagaciones y afirmaciones, reconfortaba imaginar que el alma nos guía hacia lo esencial, mientras el ego (aunque necesario para la supervivencia) a menudo se aferra al temor y a las ilusiones y, por eso, craso error sería pensar que se requiera de un héroe endurecido para lograrlo. ¡No es así! Pero sí, se necesita de un corazón que esté dispuesto a “morir y nacer” y morir y nacer una y otra vez.
Esa disposición, a mi juicio simboliza la capacidad de soltar lo viejo, de abrazar lo incierto y renacer en nuevas versiones de uno mismo. De ahí que, en sentido convencional, no se trate de heroísmo, sino de un proceso de entrega, coraje de amar, escuchar las enseñanzas del dolor, aprender de la belleza y aceptar nuestra vulnerabilidad como un portal hacia la plenitud.
En paralelo, otra dualidad nocturna y viajera: «de la partidocracia a la cracia partida” golpeaba la necesidad de adentrarme en el desafío de entender ese juego de palabras que invita a reflexionar sobre la evolución -o, mejor dicho, el deterioro- de los sistemas políticos basados en partidos.
Y ya se lo ha dicho más de una vez. Desde el retorno a la democracia hemos transitado por un abanico colorido de realidades y pretensiones, de modificaciones y extinciones, al punto de encontrarnos frente a un galimatías electoral en donde lo más seguro es la improvisación y la captura de ideologías y partidos inexistentes, para en la ofuscación alcanzar el éxito.
Satanizada al extremo “la partidocracia” que hace referencia a un sistema donde los partidos políticos concentran el poder, muchas veces por encima de las instituciones democráticas y la ciudadanía; hemos apostado a la transición hacia la fragmentación y la polarización; esto es, a una cracia partida que describe un escenario donde el sistema político se descompone y se vuelve incapaz de generar consensos básicos.
En lugar de avanzar a una democracia sólida, inclusiva y funcional, la política se convierte en un campo de batalla de intereses fragmentados en donde aparece una polarización extrema, diferencias ideológicas insalvables; proliferación de actores políticos, agendas incompatibles;inestabilidad institucional; y, por si fuera poco, desconfianza social y política, porque la ciudadanía percibe que los gobernantes están más preocupados por disputas internas que por resolver problemas reales.
Qué nos queda de esa dualidad: vivir con el alma y pernoctar en el ego. Solo un recordatorio poético de nuestra humanidad, de cómo podemos aspirar a lo eterno y lo profundo mientras navegamos por lo terrenal y lo inmediato.
¡Y eso, no es suficiente!
La transición de una partidocracia a una cracia partida es síntoma de una crisis política más profunda. Para superarla, es fundamental repensar la democracia desde sus cimientos, priorizando la inclusión -en el buen sentido del término-, la representación efectiva y el fortalecimiento institucional.