Soberbia en pandemia / Mario Fernando Barona
De todas, hay una lección muy peculiar en pandemia, la humildad, pero no esa que demanda respeto y temor a la enfermedad, sino aquella que rechaza el egoísmo en favor de los demás, que representa el antónimo de la soberbia en medio del caos, y que aleja el orgullo que pretende desconocer la única salida que puede evitar convertirnos en víctimas o victimarios.
A mediados del siglo XIX, Ignaz Semmelweis, un joven médico recién graduado de Viena, luchaba por hacerse de unos cuantos centavos para poder sobrevivir. Después de tanto bregar, fue contratado para realizar trabajos menores en la maternidad de un hospital con dos clínicas.
Lo curioso es que de las dos clínicas que se encontraban en áreas contiguas, una de ellas reflejaba tasas de mortalidad excesivamente altas frente a la segunda. Semmelweis se propuso averiguarlo; luego de un tiempo lanzó su conclusión: los médicos (hombres admirados y respetadísimos en aquella época) no se lavaban las manos después de realizar autopsias y antes de atender los partos, por lo que con sus manos contaminadas contagiaban de fiebre puerperal todo lo que tocaban. A la segunda clínica acudían únicamente reclusas y prostitutas por lo que no eran atendidas por médicos sino por comadronas y parteras.
Demás está por decir que el “doctorcito Semmelweis”, como lo trataban despectivamente, se ganó el desprecio de todos por su tan soliviantada y atrevida tesis. Pero terco y persuasivo como era, consiguió por un tiempo que los médicos se lavasen las manos en una solución de hipoclorito cálcico antes de atender los partos, e increíble y casi automáticamente la tasa de mortandad bajó drásticamente. Cosas de la soberbia: a pesar del “milagro” lo despidieron y Semmelweis acabó sus días en un asilo para enfermos mentales. Años más tarde, Louis Pasteur demostró experimentalmente que ‘el doctorcito’ tenía razón.
Hoy, cuando el mundo sigue lamentado la muerte de millones de personas por el virus COVID-19 aún hay gente opuesta a practicarse toda opción que prevenga consecuencias fatales. En el Ecuador, increíblemente hay ausentismo a las jornadas de vacunación. No quieren vacunarse porque temen posibles secuelas aún inciertas o porque prefieren solo una marca en particular o porque dicen ser inoculados con un chip controlador, y claro, mucho menos lo harán con alternativas no convencionales y no reconocidas por la ciencia. Y, digo yo, es comprensible que una de estas (cualquiera) aporte a la duda, pero ¿negarse totalmente?
La humildad empieza por aceptar que en pandemia las cosas son radicalmente distintas: ya no somos un caso aislado, ya no podemos decidir por nosotros solamente, ya debemos entender que con ese egoísmo podemos morir o matar a la vuelta de la esquina, y continúa por reconocer que ahora mismo allá afuera hay varios Ignaz Semmelweis que ofrecen salvarnos la vida. (O)