Sueño y realidad / Jaime Guevara Sánchez
He conversado con Carlos, ecuatoriano que pagó miles de dólares a coyoteros que le “facilitaron” la odisea de viajar a Estados Unidos. Navegó en lancha hasta un país de América Central. En Guatemala le tuvieron escondido en una finca. Cruzo México en camiones de carga; logró llegar al “sueño americano”.
Despues de meses sin conseguir trabajo, agotados los dólares que llevó de Ecuador, Carlos empezó a rescatar comida de tarros de basura; durmió en las ruinas de edificios abandonados. Pasó las de Caín. El viajero robusto es hoy un flaco, flaco.
Cuando la situación se tornó en disyuntiva de casi vida o muerte, Carlos escribió a sus padres y les contó la verdad. La familia hizo “vaca” para enviarle el pasaje de regreso a Ecuador.
El sueño americano pudo ser algo tangible cuando Estados Unidos necesitó gente por montones, después de la Segunda Guerra Mundial mató a cientos de miles de americanos. Después de la Guerra de Corea que costó más de doscientos mil vidas. Los consultados otorgaban visas de residencia permanente al por mayor.
Uno podía dejar su trabajo y conseguir otro en la siguiente cuadra. Abundaban los letreros solicitado trabajadores. Estados Unidos tenia 150 millones de habitantes.
Hoy, ese sueño casi ya no existe, dependiendo el concepto de cada marchante quiera asignarle a esa quimera. Estados Unidos tiene 340 millones de habitantes; tiene una alta tasa de desempleo. Los mismos inmigrantes legales trabajan por salarios que difícilmente cubren todas sus necesidades.
Hoy, cuando varios estados de EUA han aprobado leyes para convertir en “delincuentes” a los ilegales; los gobiernos, de los países de donde procede esa masa de desterrados, protestan porque, supuestamente, EUA tiene la “obligación” de solucionar la falta de trabajo en sus jurisdicciones de origen.
Desempleo generado por la corrupción de los gobiernos – la clase política – de todos los países al sur del Río Grande. Gobiernos y políticos que han multiplicado por millones de dólares el monto del “sueño americano”, en sus bolsillos, sin necesidad de viajar a “romperse” la vida en EUA.
Cuando Carlos cuenta sus peripecias y las de otros ecuatorianos, aparecen las lágrimas, jura que jamás dejará Ecuador. Se pone de rodillas, besa a su tierra y grita como enloquecido: “mi tierra, mi tierra linda, la tierra que me vio nacer, que me dio vida…” Carlos trabaja hoy como mensajero en una cooperativa. Es un joven camino a ser feliz.
Cierro con un pensamiento, una verdad indiscutible de razonamiento lógico que conquista mis sentimientos: “Cuando los habitantes de un pueblo emigran, no son ellos los que debían emigrar sino sus gobernantes.” José Martí. (O)