¡Sursum corda!
En un mundo gobernado por el materialismo y que poco a poco empieza a olvidar a
Dios, ¡elevemos nuestros corazones! al Dios encarnado que nos regala el gozo eterno.
El mes de Adviento obliga a todo cristiano a preguntarse: ¿cómo debo prepararme
para el nacimiento de Cristo?
Cada persona tiene una manera distinta de preparar su corazón para recibir al Niño
Jesús, sin embargo, debemos guiarnos por lo que establece la Iglesia para alcanzar la
perfección que Dios exige de nosotros. La transformación parte desde la intimidad de
nuestros corazones, analizando nuestras faltas a la luz de Dios en un riguroso examen
de conciencia.
Es indispensable dejar de lado la autoafirmación, propia de nuestro criterio humano
que nos lleva a justificar nuestros pecados. El impulso desordenado de querer agradar
al mundo ha normalizado que muchos cristianos respeten únicamente los
mandamientos que les conviene. El camino es arrepentirnos de nuestros pecados y
condenarlos para alejarnos definitivamente de ellos, porque a Dios se le da todo o
nada.
San Pablo escribe en su epístola a los Romanos (13, 12): “La noche pasó, y el día se
acercó. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos con las armas de la
luz. Caminemos, como de día, honestamente”. Sobre esto, Santo Tomas de Aquino
comenta refiriéndose a la ignorancia y a los vicios como la oscuridad de la noche que,
opacando la luz de la razón, hacen que caigamos frecuentemente en el pecado. Por el
contrario, el día es como el estado de bienaventuranza, causado por la luz de la
inteligencia espiritual en los que gozan de una conciencia tranquila.
Es Cristo quien nos da las gracias necesarias para perseverar en el trabajo cotidiano
que se requiere para obtener las virtudes que nos hacen falta y perfeccionar las que ya
poseemos. De esa manera preparamos la tierra para que el Espíritu Santo nos
disponga para acoger en nuestro corazón el don de la Redención que empieza con el
nacimiento de Jesús.
No nos dejemos desanimar. Invoquemos a María, quien posee a plenitud las virtudes
celestiales y pidámosle a Ella, quien trajo la fuente de la gracia misma al mundo,
Jesucristo, nos proporcione la humildad para triunfar sobre el orgullo, la mortificación
para vencer la sensualidad, la generosidad para superar la avaricia, la mansedumbre
para ganarle a la ira y la devoción para calentar la tibieza.
Inspirémonos con la belleza del misterio solemne de la Navidad, sin poner resistencia a
la luz que el Dios encarnado regala a sus hijos y preparémonos para recibirla en el
recogimiento de la oración, en austeridad y con sencillez de espíritu; ahondando en la
Verdad para conocer mejor a Dios y dignamente celebrar la primera venida del
Salvador.