Un estado de decepción
Un estado de decepción
En nuestro país, cuando hablamos del estado de excepción, hacemos referencia a la facultad Presidencial otorgada por la Constitución de la República, en función de restablecer el orden público, y, con la finalidad de garantizar el Estado de Derecho en casos de agresión o conflicto armado interno o externo, grave conmoción interna, calamidad pública o desastre natural, limitando a través de este la inviolabilidad de domicilio, la inviolabilidad de correspondencia, la libertad de tránsito, la libertad de asociación y reunión y la libertad de información, pudiendo ser decretado por sesenta días y prolongado por treinta días más.
La verdad, no sé cuántos estados de excepción ha decretado el presidente saliente desde él inició de su gestión, pero me imagino que son muchos porque hasta perdí la cuenta, y, especialmente, debido a que decretar estados de excepción se ha convertido en una práctica recurrente del primer mandatario que, cuando la ciudadanía escucha en los noticieros la aplicación de esta medida, presupone que al igual que en los anteriores decretos absolutamente nada cambiará.
Para muestra, un botón dice el dicho, pues bien, el pasado nueve de agosto cuando se perpetró el ataque que extinguió la vida del candidato presidencial Fernando Villavicencio, el primer mandatario Guillermo Lasso convocó de manera ¡urgente!, al Concejo de Seguridad del estado, ¿saben para qué?, para emitir dos decretos más, el primer decreto para hacer lo que eternamente mejor hace… decretar tres días de duelo nacional y reiteradamente “dar el pésame”, a la familia y seguidores del candidato presidencial, y, el segundo para disponer la salida de las fuerzas armadas a las calles, algo que asimismo ya no sé cuántas veces lo va haciendo.
Este es un nuevo estado de decepción y no de excepción, debido a que, a mi juicio muy personal, los trece estados de excepción decretados por Lasso en temas de seguridad distan mucho de constituirse en una medida contundente para frenar la inseguridad y violencia que zarandea a nuestro país, y, al contrario, no son más que simples patadas de ahogado de un gobierno deteriorado que jamás estuvo a la altura de las circunstancias.
“Dios bendiga a nuestro país”, fueron las palabras del presidente saliente al finalizar la cadena nacional con la que informaba el nuevo y repetitivo estado de excepción, ¡sí que Dios bendiga a nuestro país!; y, que jamás permita que se vuelva a elegir a improductivos, temerosos y farsantes, que únicamente han traído un estado de decepción para los ciudadanos, principalmente para los que en algún momento pensaron que algo podía cambiar y absolutamente nada cambio.
No se trata de si un candidato me gustaba o no, de hecho, jamás hubiera coincidido políticamente con él, esto se trata de que un ser humano nunca puede perder la vida de esta forma, se trata de que de una vez por todas es urgente que los hijos dejen de llorar a sus padres, se trata de que un padre no tenga que sepultar a su hijo y especialmente, se trata de que un país no tenga que vivir abstraído en el miedo y la incertidumbre. (O)