Un torbellino agobiante

Columnistas, Opinión

A veces me pregunto: ¿Cómo y por qué funciona lo que funciona cuando funciona?, y, sobre todo, lo que he constatado, ¿Qué hace que el pensamiento positivo, la fuerza de voluntad y la esperanza produzcan efectos sorprendentes en unas personas y no en otras? ¿Cómo es posible que un enfermo se entregue íntegramente al proyecto de curación o acuda a su fuerza interna de lucha, a su seguridad emocional de que puede cambiar las características y consecuencias de una enfermedad si a veces recibe un dictatorial, sombrío y muy somero diagnóstico de rótulo impersonal de su padecimiento? ¿Qué hace que dos pacientes con diagnósticos idénticos pudieran reaccionar ante la enfermedad de modos tan diferentes? ¿El ser humano parece que aprende solamente a través del sufrimiento o hay otra forma de encontrar sentido y plenitud en la vida? ¿Cuántas personas experimentan el amor, la libertad, la fe o la devoción con tanta profundidad como quisieran? ¿Cuántos son los que no pueden sentir en absoluto estas cosas y quedan, en cambio, con remordimientos y culpa?

La “justificada” desesperación de algunos pacientes que hacen “todo lo correcto” y no mejoran se sienten deprimidos, solitarios, desesperados, aislados en un peregrinar de consultas a decenas de médicos, pensando a veces que la alteración ocurrida en su cuerpo es por azar, que por castigo divino están pagando alguna pena o que su cuerpo es irremediablemente débil, de malos genes o es mala suerte. Que tal vez Dios no los ama más que a otros. 

El cuerpo de más de cien trillones de células diferentes en sí no es tan sólo un paquete estable de átomos y moléculas, sino miles de millones de procesos simultáneos que se coordinan entre sí. Son unos ciento setenta mil millones de glóbulos rojos para transportar oxígeno que se producen a diario, diez mil millones de glóbulos blancos que se forman para luchar contra las enfermedades, una célula de la piel humana realiza su incontable cantidad de funciones biológicas con una sincronía tan asombrosa que apenas conocemos sus secretos, y que al cabo de tres semanas muere. Cada célula de nuestro cuerpo tiene perfecta conciencia de lo que pensamos y sentimos, no somos una entidad” separada al margen de la naturaleza y nuestra salud no depende más que de sentirse cómodo con ella y con nuestra conciencia, de modo que si queremos cambiar el cuerpo hay que cambiar primero la conciencia. Nuestras tres edades, la cronológica (según el calendario), la biológica (de acuerdo a los signos vitales y los procesos celulares) y la psicológica (la más determinante, marcada por nuestro estado mental) funcionarán armoniosamentecuando dejemos de agobiarnos por metas infladas y totalmente artificiales, por condicionamientos aparentemente ineludibles, metas materiales que nos están abrumando durante toda nuestra vida, más de cincuenta mil pensamientos diarios en una desconcertante cascada de impulsos salvajemente mezclados y conflictivos que terminamos acosados por creadas limitaciones en un torbellino dolorosamente agobiante que alteran nuestra salud. (O)

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