Vivir sin palabras…

Columnistas, Opinión

Ernesto Salazar

Arqueólogo. Academia Nacional de Historia -Quito

 … Con este breve esbozo como telón de fondo, procedo a presentar el libro del lingüista e historiador Pedro Arturo Reino Garcés, sobre la toponimia vernácula de Tungurahua, de impresión elegante y con fotografías de Raúl Antonio Díaz Sánchez. El libro se abre, con una página llana que solo lleva una frase lapidaria que dice: “Vivir sin palabras es vivir en el vacío”, que me recuerda la plaga del insomnio con la consiguiente pérdida de la memoria, que afectó a Macondo en “Cien Años de Soledad”. Al borde de la locura y con el progresivo olvido de los nombres, Juan Arcadio Buendía procedió a poner etiquetas en todos los objetos de su casa y de Macondo. Pues, algo así ha hecho Pedro Reino, advirtiéndonos, primero, que hemos heredado un conjunto de topónimos que ha cambiado mucho por ser herencia incomprendida, y segundo, que ha llegado el momento de poner etiquetas a los lugares de Tungurahua. Y esto aborda el autor en los dos capítulos de introducción, en los que, en vuelo rápido, hilvana con destreza literaria el paisaje tungurahuense señalando los topónimos olvidados y modificados.

La base lingüística de la obra está descrita en el capítulo de “Consideraciones”, donde se indica las lenguas que conforman la toponimia vernácula de la provincia: la quitu panzalea, la quichua, la mitimae (aymara principalmente), la de pueblos originarios lejanos desplazados por la conquista española (desde Popayán, Guatemala y Perú), así como las intrusiones de pueblos aledaños caranquis, yumbos y colorados. En lingüística más fina se contemplan también arcaísmos, dialectismos, separación de lexemas y palabras, hibridaciones, síncopas, asimilaciones y otras variables de análisis lingüístico, para lo cual el autor menciona sus fuentes en forma de bibliografía analítica que puede ser de gran utilidad para los investigadores. Finalmente, se presenta el registro toponímico (1.077 entradas) distribuido en cinco grupos: montañas, ríos, lagunas, quebradas, y sitios varios, cuyas entradas son de tratamiento diferente, según la información disponible: algunas tienen solo datos de ubicación, otras solo información etimológica, y unas terceras, comentarios botánico-zoológicos, arqueológicos, geográficos e históricos, a menudo recogidos de los documentos de archivos locales manejados con gran soltura por el autor. Cuan esclarecedores pueden ser estos datos lo señala Reino en el capítulo de “Documentos ejemplificados” en los que trata asuntos como el manejo del espacio en la colonia (con sus respectivos dimes y diretes que asoman en los viejos testamentos), las huacas o sitios sagrados, dos de los cuales, según documentos antiguos, se encontraban en la provincia de Tungurahua, en fin los pucarás o sitios de vigilancia de la época inca y acaso pre-inca. Respecto a estos últimos, Reino hace una reflexión interesante sobre la naturaleza de la comunicación. Los pucaras locales son llamados “caparinas” (del verbo quichua “gritar”), o sea los lugares altos donde, en circunstancias meteorológicas favorables, se puede gritar mensajes a ser transmitidos de caparina en caparina hasta su destino final.

En suma, trabajo arduo el de Pedro Reino, con investigación lingüística, consulta de archivos y trabajo de campo en las comunidades de la provincia. Por ende, una obra final de gran alcance, que por muchos años será libro de referencia para todos los lectores interesados en la provincia de Tungurahua. Si Juan Arcadio Buendía hubiera ojeado este libro, de seguro lo habría declarado un manual importante “para luchar contra el olvido”. (O)

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